Domingo 8 de Diciembre de 1957

Un esfuerzo sostenido, sólo la posibilidad de mantenerme varias horas. Un poco de constancia, Señor, si me haces el favor, ¡si me haces el favor!

Es la disociación que viene galopando en sus tijeras bajo el cinto, dispuestas a cortar inexorablemente el desmayado hilo que me enlaza a la cordura. Es la disociación galopando un caballo blanco —el manto flotante ornado de recuerdos prenatales— que otea el punto más sensible de mi ser de manera de realizar la aniquilación completa. ¿Luchará la triste muchacha o cerrará sus ojos dolidos y se dejará ir lentamente hacia las tinieblas? Sabido es que la salvación exige sólo el interés. Sí, se salvará por ahora: he aquí un poema dando aletazos en el aire.

Vuelve la obsesiva —o siniestra— necesidad de escribir una novela. ¿Y por qué no la escribo, entonces? Seguramente porque me siento culpable de no estar en el mundo. Esto es difícil de comprender. No obstante, observo con risueño dramatismo que mi vocación literaria oscila entre los poemas metafísicos, los diarios o confesiones que expresarán mi búsqueda de posibilidades de vivir (lo que no contradice con los poemas) y —ahora viene lo peor— una suerte de teatro de títeres en el que todo el mundo revienta de risa. Pero la aspiración oculta es ésta: La historia de una muchacha, es decir, una suerte de «retrato de la artista adolescente», novela que debiera reflejarme, a mí y a mis circunstancias. Dos cosas me maniatan: la ausencia de confianza en mis instrumentos (estilo, lenguaje, dominio de los diálogos) y el desconocimiento cabal de mis circunstancias. No es esto todo. Hay también un gran deseo de dormir y de no despertar jamás.

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