Comienzo a leer A la recherche du temps perdu. Llego a p. 14. ¡Qué análisis tan sutil! («y me pongo a pensar y a sentir, lo cual es siempre triste»).
Por avenida de Mayo un ciego vende lápices y agita una campanilla. En las escaleras del [ilegible] una ciega entona un cántico muy antiguo. Pasa un hombre de espeso pelo rojo y mullidos bigotes también rojos. Sus anteojos verdes repelen la [ilegible]. Se manifiesta inquieto. Me pregunto cómo puede soportar esa carga de tonos tan horrendos. Después, hay tres o cuatro seres vestidos de negro. Gesticulan temerosos poniendo en evidencia su llegada a la capital. Tienen todos la tez rojiza como manos de sirvienta. Seres de agua de pozo y hogar oprimido. Con bocas endurecidas a fuerza de pan duro y vino. Se respira junto a ellos un aire deprimente. (lomo esos domingos de los suburbios con las calles cerradas y las voces radiales exhalando grotescamente la situación de las canchas de football. Creo que Julien Green fue el que dijo al llegar y ver América que jamás sintió una tristeza de ese género.
Lo comprendo. No es que niegue mi depresión interna. ¡ No!
Escribir y escribir. Siento un placer casi morboso al escribir estas sensaciones. Por nada del mundo quisiera estar en otra parte ni en otro ser.
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