28 de Julio de 1955

Ausencia vibrante. Galápagos molestos. Sombra del frío que se introduce a través de la cerradura de la ventana. La estufa muda y sonriente de sangre calurosa halaga mis medias. El humo choca con mis pestañas borroneando la luminosidad ilusoria. Un cruel nihilismo brinca sinuoso en mis espacios. Ruidos. Voces. ¿Y esto es la vida? Extrañeza patológica ante la impotencia afectiva. Algo que me construye mi futura ermita. ¡Quiero estar sola! ¡Quiero tiempo para estudiar!

Leo la Historia del surrealismo. Al llegar al capítulo dedi­cado al marxismo y a la situación social, económica, etc., de nuestra época, cierro violentamente el libro y lo guardo. Me horrorizo de mi falta de interés. ¡No puedo remediarlo! ¡Denme al Hombre, no a las masas!

Cada vez me atormenta más la incapacidad de hilar un pensamiento.

Mi actividad mental consta de un suceder de imágenes vertiginoso, recuerdos desordenados, palabras que se van en cuanto trato de apresarlas (como un ladrón huyendo del que sólo se ve el extremo del saco, al doblar una esquina). ¡Es de­sesperante! Trato de llegar a cierta coherencia pues no es po­sible seguir tan despegada de mí misma.

Me vienen deseos de leer el Discurso del Método. No creo poder terminarlo. Son las 16 h. Pongo por testigo a este cua­dernillo para que verifique si tengo fuerzas para leer a Descartes. (Sonrío irónica. ¡Ejercicios de voluntad! «Y el hombre, ¡po­bre!... ¡pobre!») Leo las tres primeras partes. A intervalos, descanso, pues el afán de concentración me fatiga. Admiro el estilo de Descartes. Su limpidez. Su orden. Su fortaleza. (Re­cuerdo que André dijo que el mejor remedio para la angustia es «leer el Discurso del Método». Me parece un disparate. A mí no me produce el menor efecto de cura; al contrario: sólo me da la medida de mi nulidad intelectual. Me agobia enrostrán­dome los «imposibles»).

Hermosa tarde invernal. Por oposición, la asocio con un cuadro de la «abuela Moses». (Me gustaría encontrar la raíz de esta asociación: los cuadros de la a. M. los vi en un film de corto metraje proyectado en la primera reunión que realizó Letra y Línea. Ese día fue intenso. Bebí excesivamente. Bañé «excesiva­mente» con P. Luego ese tango que tarareaba Ceselli5 «así era ella igual que una flor». (Luego soñé con este verso.) Esperaba la presencia de O., pero no vino. ¡Al diablo! Ese día sufría por su ausencia. Ahora también. ¿Será esto el motivo del recuerdo de unos cuadros soleados y calurosos en este día tan Bienestar invernal? El frío renace en cuanto me alejo de la estufa. Se me ocurre pensar en los seres que habitan esas casas horrendas que observo apasionadamente cuando viajo en los ómnibus que pasan por Dock Sud o La Boca. Casas resignadas, desamuebla­das por la tristeza, que huelen a vicio y suciedad. Me estremez­co al pensar en el frío que debe reinar en los cuartillos oscuros, en el jardín desolado. Luego, paseo mi percepción por mi cuar­to, tan confortable y tierno. Mis ojos besan cada figura. Mis ojos, mis labios, mis oídos. Todos mis sentidos unidos y confabulados para hacer de mí un receptáculo sensorial. ¿Y mi razón? ¿Y mi pensar?

¡Desesperada! Acá, acostada en el coloreado diván, a la sombra de la tarde que se va. Mi ropa causaría trágica envidia a cual­quier muchacha de las caves de Saint-Germain: pollera de abri­gadísimo paño verde con el «cierre» roto; pullover enorme de marino, campera desteñida y rota que aspira tener color celes­te, y unas medias de lana verde con adornos marrones; a mis pies están los zapatos, felices en su negrura y modelo como esos «mocasines» que llevan los jugadores de base-ball yankies. Me gustan mucho... Detengo el examen de mi vestimenta y trato de abrirme paso al interior ¡desesperada! ¡Efímeramente desespe­rada! (¡No pude terminar el Discurso del Métodol)

21 h. No hago nada. ¡No sé qué hacer! Estoy cansada. Muy cansada. Hoy no haré el sumario del empleo de mis horas diur­nas. No hay qué decir, salvo que adelanté en mi diagnóstico. Ya aprendí cabalmente que soy distinta de la mayoría de la gente. Que ellos piensan y yo no porque no puedo, porque me ocurre algo, porque estoy enferma. Sí. Estoy enferma. Me pregunto si a todos los neuróticos les ocurre lo mismo. De pronto me admiro de todo lo que hice. De mis papeles. Algún día van a estar en el museo (de algún Instituto Psiquiátrico.) A su lado habrá un car­tel: Poemas de una enferma de diecinueve años. Imposibilidad de razonar. Nunca meditó. Jamás reflexionó. Ninguna vez pensó. Parece ser que es sensible. Propensión a considerarse genial. Agresiva. Acomplejada. Viciosa. No muerde.

Tinta. Mi único consuelo. Así se sigue, Alejandra. Así se sigue. La estufa hace ruido. Un perro ladra. «Nunca se sabe de don­de vienen los ruidos» (Proust). Así se sigue. A la deriva. Estre­llarse. ¡Bah! ¡No hay qué estrellar! Pongo la pluma en el papel. (Te presento a una joven poetisa: F. A. P6) Ya pertenezco a mi tiempo, vive le pére UBU!

«Poemas para leer en el bidet.»

¡Adoro mi poesía! ¡Es la única que me gusta! Imitando la de Vallejo, en la que se nota mis influencias de la primera época (año 1930) ¿Qué hacía yo en 1930? ¡Estaba en la nada! ¿Y en el 2930? ¡En la nada! ¿Y en 1955? ¡En la nada! ¡ ¡En la nada!!

5. Juan José Ceselli, poeta argentino contemporáneo.
6. Flora Alejandra Pizarnik. En estos años juveniles, A. P. usó su nom-bre completo como nombre de pluma.

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