Jueves 15 de Diciembre de 1960

En efecto, ayer fue mi pequeño y humilde día en que me di en holocausto a la sagrada sombra de la maldita madre. Y si por la noche me arrastré a ver Ubú fue por el deseo de ver masacrar y asesinar y exterminar y destruir. En el teatro no miré a nadie, quiero decir, estuve toda la noche —en los entreactos— mirando el suelo o el cielo, porque todo rostro humano me daba ganas de llorar a gritos.
Y todo porque quise ver a M. en la realidad y a la salida de la oficina me tomé un taxi hasta la suya: Verla salir, hacer como si la encuentro por azar, tal vez tomar un café juntas y hablar un poco, lo suficiente como para que me dé cuenta que es una persona como cualquier otra y no me obsesione más. Pero no la vi, y hay algo de maleficio en ello. Y pensé que tal vez ella sí me vio y qué creerá ahora de este pequeño monstruo que la persigue; creerá que soy una lesbiana infecta, y no me importa sino no haberla visto, lo que me hizo jurar olvidarme para siempre de ella, lo cual es imposible, etc. Odio. Odio. Yo odio y quisiera que todos muriesen, salvo la vieja repugnante mendiga de ayer que dormía en el metro abrazada a una gran muñeca. (Así voy a terminar yo pero será la muñeca la que dormirá conmigo en sus brazos.)
Y no obstante, qué maravilla terrible y horrible es el ser humano; qué hay de móvil y fluyente en el espíritu, que no deja que un estado se detenga, que no deja que un estado onírico se eternice o persista. Por eso, tal vez la atracción de los personajes literarios, seres absolutos, es decir, que llevan el amor o el odio detenidos en ellos. (Así fui yo cuatro años, así me viví cuatro años.) Cuatro años en los que me imaginé y me soñé, en que me vivía como otra. Una sola cosa: La Enamorada.

Domingo 11 de Diciembre de 1960

Anoche me vi sin saber qué hacer. Creo que soñé algo así: un bosque, me adelanto hacia un hombre que es mi enemigo, que está apoyado en un árbol, y me mira con sonrisa de perseguidor. Aterrorizada me doy vuelta y me encuentro con lo mismo: el mismo árbol y el mismo hombre. Todo se desdobló: el sol, el árbol, el hombre. Todos excepto yo que no sé si ir adelante o retroceder.
Esto que acabo de escribir lo recordó la pluma, no yo. Yo quería escribir otra cosa completamente distinta pues ignoraba este sueño.
No sé por qué hago tanto escándalo. Otras gentes nacieron. No sé por qué me porto tan mal.

Sábado 10 de Diciembre de 1960

Peligro, peligro. No quiero caer nuevamente en el psicoanálisis. Lo que no perdono (¿a quién?) es el clima de inutilidad y hastío y de mi infancia. Todos los días, a cierta hora, yo le preguntaba a mi madre:
—¿Qué hago? ¿Qué hago ahora?
Esta pregunta la encolerizaba.
—Date con la cabeza contra la pared.
No obstante, no quiero psicoanalizarme. Pero me pregunto si podré vivir así. La gente me da miedo. Yo me doy miedo. Y tantos otros... Sin hablar de las obsesiones, las sombras nocturnas, «los miedos de las noches veladores». El miedo a desear y su contrario: el deseo absoluto imposible de satisfacer en este mundo. Pero psicoanalizarme nuevamente...

Viernes 9 de Diciembre de 1960

Ayer se celebró en mi cuarto una reunión de tartamudos, presidida por mí. Yo me había olvidado casi de mis dificulta­des. Anoche las reviví cuando vinieron Jean T., Roland G. y su mujer. Roland tartamudea brutalmente: repite la m o la n quince o veinte veces. Yo lo miraba tensa y angustiada como pidién­dole perdón. Sentía que mi propia tartamudez, imperceptible para los demás, era sólo percibida por él. Pero aparentemen­te muestra una admirable indiferencia por sus dificultades. Yo me amparaba en una fingida ignorancia del idioma y cada vez que sentía que mi voz vacilaba decía: «comment dirai-je?». Pero estoy segura que Roland se daba cuenta. Por su parte, Jean también tartamudeaba, lo que no sucede nunca. Es induda­ble que era por contagio, por osmosis. Queda la mujer de Ro­land, que no sólo no tartamudea sino que su voz es hermosa y notablemente fluida. Pero de vez en cuando (muy raramente) saltaba y arrastraba alguna consonante. Es muy evidente que hablaba para compensarnos cada vez que Roland acababa al­guna tirada larga, penosa, llena de abismos y hormigueros. Todo esto puede ser una sensación subjetiva. Tal vez no se dieron cuenta de la situación. Pero me gustaría ser amiga de Roland y sé que no es posible o será casi imposible a causa de nuestra co­mún dificultad. Sin darme cuenta, yo lo ayudaba a finalizar ciertas palabras, como la que le costó más en la noche: morbidité.

Mi desorden es general. Fraenbel me anunció que estoy enferma por mi desorden alimenticio. «Troubles de la nutrición.» Me dijo que soy como los salvajes de África: ocho días sin comer y después se comen un hipopótamo.

—Pero ¿están siempre enfermos? —dije.

—La enfermedad es su manera de ser —dijo.

Pensé en Unamuno: «El hombre es un animal enfermo». No obstante, quisiera ordenar mi vida cotidiana.

7 de Diciembre de 1960

Me obsede lo que me dijo uno de los empleados de la sección Expedición. Le pregunté —mientras hacíamos paquetes— si no se siente muerto de fatiga por las noches. «Apenas llego me pongo el pijama, cocino las legumbres (porque yo las compro crudas), como, y enseguida me meto en la cama y leo, calculo...» Pero en francés era: «je lis, je calcule...». Todos estos días me pregunté qué podría calcular este hombre. Tiene voz de barítono, voz histérica, con inflexiones que asocio a los cantos napolitanos. Y dicho con su voz tensa: «je calcule»...
Ayer había un tartamudo en el hospital Saint-Anne. Casi afásico. Entró en la oficina de informes y habló muchas horas. Daba alaridos y daba como sirenas de barcos hundidos. Quiero decir, primero una e casi interminable, una e como un tren de diez mil vagones. Él aparecía cerca del tren, dispuesto a saltar y a meterse en uno de los vagones. Una vez que la e llegaba a una extensión insoportable, emitía una frase rápida y al instante no podía más y entonces de nuevo se bajaba del tren y construía una vía, un pasadizo, algo en que apoyarse, en que sentarse. (Yo lo escuché llorando.) Pero en verdad, si hubiera estado alguien conmigo, Susana por ejemplo, me hubiera reído como nunca, me hubiera reído como se reían las enfermeras.
Recordar que el viernes me sentí ángel. Locura furiosa.
Y fue a causa de mi enorme silencio interno, de mi éxtasis, de mi volar mientras hacía paquetes en la sección Expedición.
Y el sábado vino una voz que me dijo: Tú nunca morirás...
Una sola cosa sé: llegará la tranquilidad y llegará la paz. Y algún día no me importará nada.

Domingo 27 de Noviembre de 1960

Vi el film Los amantes. He entrevisto, por un segundo, cómo sería una vida hecha de aceptación: de sí en vez de no. Pero el temor a intelectualizar, el temor a detener y endurecer una visión imaginaria del futuro, congelándola, haciéndola pasiva y convertida en arquetipo. Y luego mis esfuerzos penosos por acercarme a ella, por remedar esa visión construida en algún instante pasado de mi imaginación, arbitraria y sola, izada como un ejemplo absurdo, como un ídolo sin cabeza, erguida en su imposible. Y soy yo quien me afano por alcanzarme en esa visión. Soy yo que me busco donde no estoy.
Recordé el negocio de bicicletas y rodados en la av. Roca, (después Perón), en Avellaneda. Mi paraíso. Mi teatro. Mi inalcanzable.
Lo que tiene de nuestra época este film {Los amantes), lo que tiene de nuestra generación, es que Jeanne M. no se detiene a causa de su hija. Quiero decir, la pérdida de sentido del concepto de «amor maternal» o «deber maternal». Ello se demuestra en que yo esperaba que «terminase mal», que vendría alguien a impedirle la felicidad recién descubierta. Pero no viene nadie y todo va bien. Estamos acostumbrados a los finales tristes.
¿Por qué no escribo lo de esa bicicleta mágica y el onanismo y Dios?
Noches blancas - Dostoievski El sentimiento de la soledad y del abandono es una enfermedad. ¿Cuándo comienza? ¿Por qué no hubo una madre para impedirla? Pero tal vez esta enfermedad es justamente que no hubo una madre para impedirla. No es sentir la soledad o el abandono como algo inherente al ser humano, que pesa sobre él y lo acompaña toda su vida. Es algo que le ocurre a algunos (como al «soñador» de D.: una inadaptación que es más que este nombre, una rebelión, una lucidez, un ser muriéndose como una tortuga, alguien que ve más que los otros, que ve mejor, lleno de ternura que dar, de amor, y no obstante se encierra,vive solo y solitario como en una tumba, condenado a una soledad sin remedio. He aquí lo incomprensible, viviendo como un criminal. Es el verdadero «maldito»).