Lunes 16 de Diciembre de 1957

Es como si me hubieran amputado la sangre.
Alzarse en la noche con un puñal en la mano y devastar el país de los sueños. De aquellos sueños divorciados de la realidad.
Y sobre todo una gran vergüenza, no sólo de ser yo, sino, simplemente, de ser. Vergüenza de vivir o de morir. También estaré avergonzada cuando me muera. Seré una gran muerta inhibida.
¿Posibilidades de vivir? Sí, hay una. Es una hoja en blanco, es despeñarme sobre el papel, es salir fuera de mí misma y viajar en una hoja en blanco.

Miércoles 11 de Diciembre de 1957

Es menester volver al silencio y pensar.
Asombro de ser yo.
En verdad, el asombro, a pesar de su valor maravilloso, en mí significa desarraigo, un no sentirme en familia en el mundo, como si hubiera ido por unas horas a visitar la casa de un pariente raro, y yo contemplo los muebles y las paredes extrañada, llena de pasmo y de admiración.
Certidumbre de mi muerte próxima, cercana, deducida de la imposibilidad de imaginarme en el futuro.
El tiempo y los Conway. No quiero ser Kay.

Martes Diciembre de 1957

La mañana para llorar. La noche para desear. La tarde para jugar a la vida.
¿Renace la alegría? No. Es el amor que encendió un fuego cerca de mi corazón.
En mi amor todo es pérdida. Pero he aquí mis ojos lucientes como perros rabiosos. He aquí mis manos dulces como la lluvia. En mi amor todo es pérdida. (Hoy y siempre, recordarlo. Hoy y siempre.)

Lunes Diciembre de 1957

La noche insiste en ser un silencio. Yo golpeo a las puertas de la noche.
Nada de autocompasión. Es menester volver al silencio, no al silencio redondo, compacto, sino al silencio relativo.

Domingo 8 de Diciembre de 1957

Un esfuerzo sostenido, sólo la posibilidad de mantenerme varias horas. Un poco de constancia, Señor, si me haces el favor, ¡si me haces el favor!

Es la disociación que viene galopando en sus tijeras bajo el cinto, dispuestas a cortar inexorablemente el desmayado hilo que me enlaza a la cordura. Es la disociación galopando un caballo blanco —el manto flotante ornado de recuerdos prenatales— que otea el punto más sensible de mi ser de manera de realizar la aniquilación completa. ¿Luchará la triste muchacha o cerrará sus ojos dolidos y se dejará ir lentamente hacia las tinieblas? Sabido es que la salvación exige sólo el interés. Sí, se salvará por ahora: he aquí un poema dando aletazos en el aire.

Vuelve la obsesiva —o siniestra— necesidad de escribir una novela. ¿Y por qué no la escribo, entonces? Seguramente porque me siento culpable de no estar en el mundo. Esto es difícil de comprender. No obstante, observo con risueño dramatismo que mi vocación literaria oscila entre los poemas metafísicos, los diarios o confesiones que expresarán mi búsqueda de posibilidades de vivir (lo que no contradice con los poemas) y —ahora viene lo peor— una suerte de teatro de títeres en el que todo el mundo revienta de risa. Pero la aspiración oculta es ésta: La historia de una muchacha, es decir, una suerte de «retrato de la artista adolescente», novela que debiera reflejarme, a mí y a mis circunstancias. Dos cosas me maniatan: la ausencia de confianza en mis instrumentos (estilo, lenguaje, dominio de los diálogos) y el desconocimiento cabal de mis circunstancias. No es esto todo. Hay también un gran deseo de dormir y de no despertar jamás.

Viernes 6 de Diciembre de 1957

La Gran Pitonisa sonríe:
—¿Por qué has dejado al hombre traspasar tu umbral?
—... Tuve miedo de soñarlo, por eso.
La Gran Pitonisa sonríe.
(Ella, sólo ella sabe de mis ojos mendigos.)

4 de Diciembre de 1957

He leído La epístola a los pisones, de Horacio. Siempre me sorprende saber que los poemas sirven de solaz, de esparcimiento del corazón ultrajado por la fatiga, como dice Horacio. No obstante, H. me corrobora la necesidad de adquirir una técnica sólida. (Cada palabra debe estar llena de polvo, de cielo, de amor, de orín, de violetas, de sudor y de miedo. Cada palabra ha de ser gastada, pulida, retocada, sufrida.) ¡Al diablo con las poéticas! Hoy he leído la de Boileau, quien no hace otra cosa que repetir a Horacio. Leer estos libros en un día lluvioso de 1957 es como bailar el rock con peluca.

Porque la poesía no es un grato esparcimiento. La poesía es un aullido que hicieron —que hacen— los seres en la noche. (Esto que digo peca de trágico.) Idiota decir: La poesía es... etc., etc.

Piensa, Alejandra, [tachado] tus ideas a la luz de la tristeza. Piensa en la carencia, en la mía, en la tuya, en la suya. Piensa, piensa en la carencia.

Curioso es vivir. Raro es vivir. Asombroso es vivir. ¿Y por qué vivir?

(La Gran Pitonisa se encoge de hombros.) «Soy la Gran Pitonisa, tengo los oídos llenos de whisky y el corazón colmado de salamandras.» (Así se presentó. Tuve miedo.)

Sábado 30 de Noviembre de 1957

¡Soy una exaltada! ¡Soy una exaltada! (Maldito sea todo.) El arma más potente es la simpatía (sentir con...). Esto pa­rece trivial. Y sin embargo pertenece a «lo difícil». Primer descubrimiento:2


2 Texto Inconcluso

Lunes 25 de Noviembre de 1957

Es necesario deshacerse de todo prejuicio artístico. Hay que interrogar a la propia sensibilidad, sólo a ella. Ahora sé de mis numerosos errores.
He roto muchas poesías. No escribiré hasta que mi sangre no estalle.
Estoy leyendo los poemas de Dylan Thornas.

Domingo 24 de Noviembre de 1957

Desalentada por mi poesía. Abortos, nada más. Ahora sé que cada poema debe ser causado por un absoluto escándalo en la sangre. No se puede escribir con la imaginación sola o con el intelecto solo; es menester que el sexo y la infancia y el corazón y los grandes miedos y las ideas y la sed y de nuevo el miedo trabajen al unísono mientras yo me inclino hacia la hoja, mien­tras yo me despeño en el papel e intento nombrar y nombrar­me. Aparte de ello no olvido lo correspondiente al lenguaje, ex­presión, etc., materias en las que soy una completa intrusa.

Sábado 23 de Noviembre de 1957

Ni buen fuego ni mal hielo. Sólo un vacío, roído por la fatiga y por la espera.
Soñé que todos me abandonaban.
Sólo tú. Flores perseguidas por monstruos nacidos del barro. Sólo tú. En el triste lamentar de la tarde cuando lágrimas en mis manos me anuncian que vivo.
Hay olor a viejas melodías. Sábado tristísimo. Quisiera querer. Deseo deseos. He aquí un problema más, tal vez el esencial, recién ahora afluido a la conciencia.

Y por todas partes la vieja carencia. Una melodía suavísima, tierna hasta el llanto. Una melodía que impulsa a tirarse al suelo y comenzar a llorar hasta la muerte de la eternidad. Por todas partes una herida inmemorial, una insatisfacción angélica, algo con plumas y con espumas, algo sin palabras, anterior a la palabra.

Viernes 22 de Noviembre de 1957

Fe en ti sola, Alejandra. Fe en ti sola.

Imposible la plena comunicación humana. Los otros, siem­pre nos aceptan mutilados, jamás con la totalidad de nuestros vicios y virtudes. O nos detestan por algún aspecto nuestro que les mortifica o nos aceptan por algo que es ángel en nuestra carne. También solemos tener días en los que nos permiten comunicarnos y días en que nos amurallan. Estos últimos coinciden con los días en que más necesidad de con­tacto humano tenemos. Seguramente nos rechazan por ese aspecto de mendigos repelentes que proporcionan la angus­tia y la soledad.

Todo esto, dicho de un modo confuso. Porque no entien­do casi nada del asunto. Pero hoy y mañana y siempre repito que sólo es posible vivir si en la casa del corazón arde un buen fuego.

Jueves 21 de Noviembre de 1957

Lasitud. Desprendimiento. Ausencia de interés. Me paso la vida creándome motivos convincentes como para vivir. (Ella no sabe preguntar)

Y en el fondo, ¿quién creó el miedo? (¿Dijo Dios: «Hágase el miedo» y el miedo se hizo? ¿O dijo: «Hágase Alejandra» y el miedo se hizo? ¿Qué es el miedo sino un bicho ávido de mi futuro?

Calle Florida desde Av. De Mayo hasta Corrientes. Hoy. Hoy. La risa pugnaba por estallar en mis labios. El pozo de las víboras. Las hormiguitas viajeras. Los únicos felices eran los ciegos.

La vieja del colectivo.

Era la madre de los Malos.

Es una cosa muy seria el nacimiento del ángel vaginal.

Los poemas de [tachado] me sugieren a un señor que está jugando una infinita partida de ajedrez y que, como no pue­de fumar, para colmar su hastío escribe poemas.

Miércoles 20 de Noviembre de 1957

Tristeza y candor. Deseos de llorar como un niño recién nacido. Inmensa ternura por mí. Ganas de hacerme pequeña, sentarme en mi mano y cubrirme de besos.

Por la impaciencia me perderé. Horrendos problemas li­terarios. Hay demasiados libros, todo ya ha sido escrito, so­bre cada cosa, sobre cada sombra hay millares de libros. He llegado tarde al banquete de la cultura universal, y si bien no me vedan la entrada se divierten proponiendo a mi hambre tal cantidad de platos y de variaciones, que yo ya no sé dife­renciar un poema de una sonrisa, un ademán de odio de una plegaria japonesa. Y en medio de esta orgía de la insatisfacción, rodeada de elementos capaces de satisfacerme, ¿qué hago? Pues abalanzarme sobre todos: el mejor camino para no colmarme jamás. (Pero ¿de qué estoy hablando, de la literatura? ¿De mi amor imposible? Tal vez en el fondo sea lo mismo...)

Llueve sangre.

Martes 19 de Noviembre de 1957

Cada vez entiendo menos sobre poesía. ¿Será que no la sien­to? Si debiera elegir un solo poeta para leerlo en una isla desier­ta, ¿cuál elegiría? Los pocos poemas de Hölderlin que conozco, tal vez... pero aun Hölderlin, ciertos días no me da nada, me parece muy viejo, muy de otro siglo.

Comenzado a leer Sombras del paraíso de Aleixandre. Des­pués de la primera hoja lo abandoné. ¿Qué tiene Aleixandre que me hastía tanto? Tal vez su mundo espiritual no merece poemas tan cargados de imágenes densas y de momentos her­méticos. Creo que sus saltos interiores, sus giros subjetivos, son simples; y quieren, no obstante, concretarse en un universo sofocante y difícil. Sea como fuere, no me impresiona como un poeta auténtico...

No oculto que me gustaría tener un maestro literario. Pero mi situación de huérfana no es deplorable: hay libertad, mi única libertad, por el momento.

Lunes 18 de Noviembre de 1957

Oscilación entre distintas expresiones poéticas: Hölderlin o los densos poemas surrealistas. Poesía desnuda (Ungaretti, Jiménez) o exceso de imágenes fundidas tan estrechamente que devienen inexplicables. Gusto por expresiones como «lo incier­to», «lo devastado», «lo sagrado», frecuentes en Trakl, Hölder­lin, remíniscentes de la metafísica, de vida antigua. Dificulta­des con adjetivos y adverbios. («El adjetivo cuando no da vida, mata.» Huidobro.)

Domingo 17 de Noviembre de 1957

El cielo es la carne; el infierno, el alma.

Comprender, no el «para qué», sino la necesidad del «para qué».

Tristeza de ser. Tristeza por haber nacido. Tristeza frente a la dulzura del vivir. Tristeza del viento que raptó muchos niños y que ahora lloran o cantan en el espacio. Llueve piedras.

Todas las desdichas de la infancia están levantando levemente los párpados y se desperezan tristemente como monstruosos animalitos que hubieran dormido durante muchos años.

No es queja, no es protesta, no es preguntar por qué. Es como golpear las paredes irrisoriamente herméticas de una cueva laberíntica.
Es como un feto batiendo las entrañas de su madre y rogando que lo dejen salir, que se asfixia, que ya no puede más.

Dentro de mí se ha formado un tribunal que juzga —sin apoyo en ley alguna— mi existencia desde la antigüedad hasta nuestros días.

Jueves 14 de Noviembre de 1957

No se puede echar dos veces la misma carta en un buzón.
El ocio no existe. Sólo hay esta cuestión: tener o no tener deseos de vivir... y de morir. Una vez comprendido esto o se quiere más vida o se desea la muerte. Lo curioso resulta cuando el mundo se opone a mi sed de más vida, entonces me voy al otro extremo, a la muerte. Pero tampoco ella me hospeda. ¿La solución? Sí, hay una, hay un arrancarse de raíz todo ímpetu, todo frenesí, hay un disfrazarse de monja a pesar suyo, hay, en suma, un hacer la plancha en las aguas de la vida.
Un loco desflora a una flor. La flor da a luz una muchacha y luego muere. La muchacha queda herida por una carencia innombrable que aumenta hasta la locura cuando se enamora del león más inteligente de la selva. (El león es una especie de sr. Nadie disfrazado de Todo... o viceversa.)
Vagidos, llanto. Y un estar siempre al borde de, pero nunca en el centro.
Anhelos de lo anhelado, de lo jamás anhelado.
Hermana estrella: soy Alejandra. Buenas noches.

Un pájaro sale a buscar la inocencia y vuelve muerto debajo de sus alas. Campanas en los bolsillos de la noche.

Martes 5 de Noviembre de 1957

José María me habló de Blake. Yo no decía nada, sólo murmuraba una suerte de aprobación, para ocultarme, para cubrir mi profunda vergüenza, mi dolor de no poder partici-par de ese ámbito místico porque yo ya estoy muerta.

Después de muchas resistencias debo hablar de él, de él, a quien no quería hacer entrar en este cuaderno. Hoy dijo: «¿Y qué quiere? ¿Que la eche?». Ésta es la situación. Por eso no puedo hablar de Blake ni de nadie. Sólo un adherirse a un ser que no me estima, sólo un desgarrarme, un golpear del cora¬zón, sólo un no poder más, un reventar a gritos, a llanto, porque no puedo más, porque quiero su mano amiga y no la tengo.

Lunes 4 de Noviembre de 1957

Amamos a lo que se nos hace carencia. Imposible desear lo que ya está en mi mano (vieja verdad socrática que recién ahora encarna en mí conscientemente). De allí el Mito de Mi Amor Imposible: carencia, nada más. Una muchacha sedienta en el desierto y un manantial que no da de beber cuando ella se acerca. ¿Qué sucedería si ella pudiese beber? Ah, muchas cosas cambiarían. Me sería beneficioso puesto que yo no amo la sed. (Gide...)

Siempre el bicho. La poesía. Una muchacha mordida y un aullido que quiere trascenderse y ser lo más universal posible.

«Oú sont les hommes? —dit le petit prince—. On est un peu seul dans le désert.»

Extrañeza cuando converso con alguien. No, no soy yo la que habla. No hay pruebas de que soy yo.

Miedo. Candor. Y mucha locura. Y campanas. Y senos mater­nos colmados de piedras.

Pero sobre todo soledad. En gran desierto. Sólo el desierto. Nada que el desierto [sic]

Estoy perdiendo mis últimos objetos. Se acercan la locura o la muerte o ambas o es lo mismo.

Soy un vacío convulsionado por el dolor. Sufro. Sólo sé que sufro. Sólo sufro. Y nada más. Y nunca más.

Digamos que siempre fue así.

Domingo 3 de Noviembre de 1957

Una revolución para calmar mi herida, un terremoto para sustituir su ausencia, el suicidio del sol para mi fervor físico, la locura de la noche para mi sed sagrada, el fin del mundo para contentar a mi angustia preferida.

El Mesías no vendrá sino cuando ya no sea necesario, no vendrá sino un día después de su llegada, no vendrá al último día, sino al final de todo.

KAFKA

Sábado 2 de Noviembre de 1957

Estado vegetal.

Cada mañana despertar, tener que llorar y tomar café. No puedo gozar de la vida. No encuentro en ella ningún interés. Sólo algunos consuelos. Yo no quiero consuelos.

Ojalá enloquezca o muera pronto. Estoy segura de que pronto va a suceder algo. No es posible continuar así, tan sola, viviendo y llorando. Y en resumen ¿qué quiero? Ah, no sé, no sé. Tal vez no quiera nada. Pero un gran vacío, un bicho que es vacío me muerde. Siento que me duele el corazón. Y no hay solución para mí.

Ahora sí, ahora conozco la soledad de mi infancia. Como si hubiera nacido del aire, como si hubiera quedado huérfana el día de mi nacimiento. Por eso mis padres me son extraños. Y todavía exigen de mí. Ellos, que nada han sido para mí.

Horrenda sensación de fracaso. ¿Qué importa ser vencida?

Viernes 1 de Noviembre de 1957

Escribí tres poemas. Sometí al último a una serie de retoques. Sí, es eficaz el hacerlo: se siente cada palabra como un cuchillo de doble filo.
(Me empiezan a molestar las oraciones subordinadas. Me fastidia el «que», pero ¿cómo se hace para hacerlo desaparecer? Encontré un poema de J. R. J.1 sin un solo «que».
Mi tercer poema tenía quince «que». Luego los reduje a seis. Pero ¿es tan importante?)


1 Juan Ramón Jimenez

Miércoles 30 de Octubre de 1957

Escribí un poema; hablo de las cosas en oposición al absoluto.

Lunes 28 de Octubre de 1957

Ella no eligió aún la vida. Ella se lanza hacia la puerta de la vida y hacia la puerta de la muerte, sin querer golpear en ninguna de las dos porque todavía no está segura de su deseo de golpear alguna de ellas. Ni siquiera sabe si quiere que alguna de las dos se abra. Pero dicen que no puede estar siempre afuera, esperando... Una se morirá de sueño, de sed y de frío. Sabido es que una persona puede ayudarla a levantar el puño para golpear. A esa persona la hubiera bastado mirarla un segundo con ternura, o estrecharle la mano con más fuerza, o decirla Alejandra con un poco de calor en la voz. Pero esa persona no quiso o tal vez no se dio cuenta del inmenso poder de esos pequeños actos suyos. O tal vez sí se dio cuenta y justamente por eso los reprimió.
Señor, alguien me ha dicho que basta con un leve ademán de mi parte para que se salve.

Pues esto hacemos: darnos sombra los unos a los otros. No importa que yo no vea el sol. Lo esencial es que tampoco tú lo veas.

Asombro. Asombro de ser yo. Asombro de ser una muchacha en la noche preñada de augurios. Asombro ante mi asombro.

Cerrad los ojos de la cara y abrid los ojos del corazón.

Domingo 27 de Octubre de 1957

Quiero llegar a ser lo que ya soy.

Empecé a leer a Neruda «en serio». Neruda es un verdadero poeta, un auténtico vidente. Sus pies están muy adheridos a esta tierra pero algo lo lleva a una patria mucho más original y cierta (hablo de las Residencias). Es curioso que a veces se obliga a detener su vuelo poético, como si tuviera miedo de caer en la realidad de la fantasía pura. Su insistencia en los objetos trizados, en los fragmentos que más que dispersión impresionan como una unidad terrible, romántica, no deja de desalentar. A pesar de su grandeza no suscita en el lector esa admiración mezclada de amor que sucede con Rilke, con Hölderlin. Es que Rilke me toma la mano y me habla suave, hondamente, y su voz recuerda algo que jamás fue en verdad, su voz es reminiscente de algo que viví sin haberlo vivido, como si fuera un acontecimiento que me sobrevino en otra vida, muy antigua, inmemorial, pero más verdadera que ésta, o como si hubiera degenerado en ésta.

Descubro que mis poemas son balbuceos. Necesito leer más poesías, averiguar la forma, la construcción

Sábado 26 de Octubre de 1957

Escribí un poema. No tiene ninguna importancia.
Soy una enorme herida. Es la soledad absoluta. No quiero preguntar por qué.

Jueves, 24 de Octubre de 1957

Los estados de angustia impiden sentir la poesía. Me refiero a la angustia que produce el fracasar en los intentos de comunicación con los otros. Una queda reducida a una espera. No. Espera, no. O tal vez sí. Una espera la llamada de afuera. Sólo es posible vivir si en la casa del corazón hay un buen fuego. Dentro de mi pecho tiene que estar la morada del consuelo, quiero decir, de la certeza. Sólo entonces se vive la poesía, que parece estar reñida con la imaginación. Tengo miedo de fracasar por culpa de mi angustia. Es necesario olvidarse de todos.

Miércoles 23 de Octubre de 1957

La poesía, no como substitución, sino como creación de una realidad independiente —dentro de lo posible— de la realidad a que estoy acostumbrada. Las imágenes solas no emocionan, deben ir referidas a nuestra herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la angustia. Nombrar nuestra herida sin arrastrarla a un proceso de alquimia en virtud del cual consigue alas, es vulgar. No es lo mismo decir: «No hay solución» que

No saldrás nunca sin embargo de
tu gran prisión de alcatraces.


Creo que estos dos versos son más naturales y más espontáneos que el ejemplo anterior. Hay mucho más convencionalismo en nombrar las cosas con palabras avejentadas que hacerlo con palabras que nos surgen de algún lado, como pájaros que huyen de nuestro interior, porque algo los ha amenazado. La mayor parte de los poemas surrealistas son mucho menos convencionales y cerebrales y literarios que los poemas sencillos y beatos a que nos acostumbró la literatura española. Poemas de John Donne. Huelen a sol viejo, a muro derruido y rajado pero cuyas grietas dejan escapar palabras de distintos colores, frescas, calientes, y, sobre todo, reveladoras. Se puede objetar esa intromisión del espíritu pedestre que le acontece después de un verso colmado de lirismo, ej.

Enséñame a oír el canto de las sirenas,
a guardarme del aguijón de la envidia.


A veces estremece. Es hondo, irónico:

Y ahora buenos días a nuestras despiertas almas,
que se vigilan entre sí con miedo.


Aunque llegara a definir la poesía —aspiración estúpida, por otra parte—, aunque descubriera su esencia, aunque desvelara su origen más profundo, aunque la poesía toda y todos los poetas me fueran tan conocidos como mi propio nombre, llegado el instante de escribir un poema, no soy más que una humilde muchacha desnuda que espera que lo Otro le dicte palabras bellas y significativas, con suficiente poder como para izar sus pobres tribulaciones y para dar validez a lo que de otra manera serían desvarios. Escribí dos poemas: «El desencuentro» y «Ella está muerta debajo de sus alas y sonríe». No me conforman mucho.

1956

VERANO

tanto miedo Alejandra
tanto miedo
la nada te espera
la nada
¿por qué temer?
¿por qué?
por más imaginación que tenga
no puedo esbozar la muerte
no puedo pensarme muerta
¿he de tener esperanzas?
¿he de ser eterna?
¿qué es entonces este vacío que me recorre?
¿qué es entonces la nada que camina por mi ser?
Sólo sé que no puedo más
siento envidia del lector aún no nacido que leerá mis poemas yo ya no estaré
No comprendo el anhelo de «lo fantástico», ni a la literatura de «misterio». Es que ¿es posible hallar más misterio que en la propia existencia?
¿Qué tienen los viajes que producen tanta alegría? Aun el más breve sugiere algo a modo de renovación, o de muerte.


Mar del Plata, 2 de febrero

1
El mar le hizo cosquillas a una mujer que salió gritando: «¡Encontré un fantasma! ¡Encontré un fantasma!».

2
Las olas flirtean con el sol... pero las escolleras observan y luego
lo comentan, con gran escándalo de un viejo pulpo.

3
El mar quería sacarme el traje de baño para tocar mis pechos;
yo no lo dejé pues aún no existe «confianza» entre nosotros.

4
Un niño lloraba porque lo mordió una ola; ésta, de lejos, sonreía
traviesa...

5
El mar no sabe de dónde viene ni adónde va, a pesar de las mil teorías al respecto.

6
Esa ola pisó la sombra de un hombre, que huyó avergonzado.

7
El mar gritó de alegría cuando un pájaro de papel rojo le pisó
la espuma.

8
El mar firma con su pseudónimo [falta texto].

9
Todos los años el mar realiza un acto de alegría. La causa: la
posesión de su amada Alfonsina Storni.

10
Cuando miro el mar, el sol se siente celoso y me oprime los ojos.

11
Pensé que era una ola encendiendo un cigarro: luego vi al barco.

12
El mar se enredó en el corset de una mujer, mientras las olas
se morían de risa.

13
El salvavidas es el pendiente de esa ola tan coqueta.

14
Las olas luchan en el crepúsculo, cansadas, llenas de sueño.

15
Una ola arrastró un zapato viejo. Un señor se lo puso y le dijo
«gracias». La ola tendió la mano a la espera de la «propina».

16
Cuando el atleta entró al mar, una ola, pudorosa, se bajó la falda.

17
Conmovía aquella olita que tenía miedo de saltar.

18
El mar se restrega los ojos todas las mañanas, cuando el barco toma el café con leche, y las lunas se [ilegible] y se maquillan con mermelada.

19
En los carnavales, el mar es humillado a la categoría de obje¬to: lo revuelven y tiran sobre los cuerpos, y a él le da vergüenza esos aullidos de terror de las mujeres gordas.

20
Una ola se suicidó al ver su retrato tremolando [falta texto].

¿Qué nos queda para esperar? ¿Para qué luchar? ¿Cuál es el fin? Preguntas, palabras, frases, estamos llenos de definiciones, de conceptos, de ejemplos. Pero la situación de la juventud se detiene en el signo de interrogación. Mis diecinueve años me conceden el derecho de decir algo, de agregar algunas confusas explicaciones a este caos que estamos viviendo. Nos llaman «la esperanza de la patria», nos dicen que tenemos «el futuro abierto y virgen» y que la vida, como un juguete fácil de manejar, «es nuestra». La tenemos, es cierto. Pero ¿qué hacer con ella? ¿Tenemos ideales? ¿Tenemos algo que nos sostenga? ¿Qué podemos hacer, si estamos solos, sin Dios, sin fe, sin nada? Nos habla de la trágica situación general, de las dos guerras mundiales, rezagos del existencia-lismo francés nos congregan en los cafés para... ¿para qué? Ni siquiera somos «existencialistas legítimos». Ni ateos. Ni revolucionarios, [ilegible] entre los estudios, las religiones, las ideas, con una debilidad espantosa. Nada nos conmueve. Nada estalla en nuestro medio. ¿Los intelectuales? ¿Algún joven ha escrito un libro de poemas que haya tenido resonancia general? ¿Algún cuadro de un joven pintor pasmó al público? ¿Qué ocurre con nuestra sangre, con nuestra vehemencia? ¿Hemos de practicar esnobismo en la conocida esquina céntrica, entre la confusión del sexo y un equívoco deseo de olvidar la vida? Pues ¡sí! ¡Hagámoslo! Sangre vital, ebullición febril. ¡Sí! ¡Sí! ¿Dónde están los renovadores, los creadores, dónde está la juventud que juegue legítimamente con las únicas palabras verdaderas?

Oye, Alejandra, niña triste de la ciudad: acá van tus poemas, esos trozos condensados de tu angustia, que tú has decidido historiar.

Hoy cumples veinte años, y por eso te obsequias tus poe¬mas vestidos de fiesta. Te has maquillado, puesto hermosa, y tus labios apagan veinte llamitas.

Pero la situación real es muy otra. ¡Alejandra! Has vestido de fiesta a tu sangre, a tu angustia. Tú no lo quieres, ¿verdad? Tú deseas escribir silenciosamente, esconderte, no mostrar los poemas a ser humano alguno.1

hoy es carnaval

y yo tengo diez y nueve años dos amores mil libros y una foto de Picasso

pero hoy se me cae el llanto al vacío porque pienso en la vida

Alejandra, preguntáronte «cómo te trata la vida». Tú dijiste: No la conozco.

Alejandra, esta noche rogaremos por nuestros compañeros de angustia: Pascal, Unamuno, Huidobro y Vallejo.

Futuro
me dicen
tienes la vida por delante
pero yo miro
y no veo nada

Rezo
pequeño poema
no me huyas
no armes abismos
entre mi alma y tú



1. Cumplía años el 29 de abril, de manera que pudo haber escrito esta anotación en abril de 1956, y no en febrero en Mar del Plata.

25 de Noviembre de 1955

Pensé que, teniendo la máquina de escribir, ya no necesitaría más estos morbosos cuadernillos. Mas creo que no es así: escribo como siempre, por lo de siempre: me estoy ahogando.

El calor me inunda dejándome yerta de fatiga, débil, amargada. Vengo del mundo, de ese mundo que no es mío, del mundo exterior.

¡Oh, claro que no entiendo mi tierra! Dura y cruel falacia. Mi pureza. Mis cánticos. Todo derruido y enviado lejos, allá, al cajón de las cosas inservibles.

¡Poesía! ¡Dulce poesía de Huidobro y de Vallejo! ¿Dónde estás? ¿Dónde tus cristales han venido a quebrarse? Sí. Ahora comprendo claramente que la asesinan. Mejor dicho, la asesinamos. Recorro mi breve itinerario lírico y me vuelvo loca de dolor, de remordimientos. Yo he contribuido (contribuyo) a perderla. Millones de epígonos con cuadernillos indigestos que vagan junto a los prostitutos del arte a comprar una aprobación. Excusas: juventud, inexperiencia, falta de tiempo, cotejo con los arrastrados inferiores aun que uno mismo. ¡Oh, infierno de mis horas! ¡Oh, calumnia de mi alma! ¡Crispación de mis dones naturales! ¡Mercachifle vana y superflua! ¡Meretriz del arte!

12 de Noviembre de 1955

Terminé de leer el libro de B. Casares. ¡Muy bueno!

Me siento maquinal. No quiero pensar. Me atormenta el interrogante de mi «vital necesidad» de escribir. ¿Qué he de crear? ¿Qué? Es una pregunta que gira y gira.

He leído un cuento de Evelyn Waugh: «Amor entre ruinas». ¡Qué bien escribe! Me ha gustado la introducción y el final. Compruebo que es muy difícil «presentar» una obra. Creo que eso es el «algo» que advertía en Bioy Casares.

Además, la mayoría de los escritores comienzan sus novelas en una forma común para todas. Por ej.: K. Mansfield (como muchos) empieza con un decorado natural, señalando el tiempo, los ruidos y los movimientos de los pájaros. Personalmente, esta forma es la que menos me gusta. ¡Cuán lejana de las maravillosas «magdalenas» de Proust! He leído un cuento de Henry James. Es un cuento extraño y sutil. Hay algunas cosas que no entiendo: ¿Pensó realmente Warren Hope en el desquite que tendría al publicarse las cartas de L. Northmore?

¿Lo deseó?

¿Y su exceso de modestia?

En un momento dado, pensé que el libro de N. tendría éxito pues estaría formado por las cartas de Warren que todos decían «no tener».

Lo que me admira de este cuento es que comienza con la muerte de dos hombres que siguen siendo los protagonistas por medio de seres vivos pero horrorosos, que están allí como instrumentos, aún la sra. Hope aparece velada, fantástica.

Está muy bien ese «pase» del tiempo que hace James: para llegar de enero a marzo, dice que madame Hope «se volvió contra la pared» (en enero); unas líneas sobre sus malestares y se «levanta» en marzo.

11 de Noviembre de 1955

No quiero ver a nadie. Necesito soledad. Desearía estar en un lugar desolado, o en una clínica. Dormir bien, tener un florero con violetas frescas, fumar poco y beber limonada.
No llorar ni reír. Tomar en serio mis apuntes y mis libros. ¡Oh, cómo deseo vivir solamente para escribir!

No sé por qué estúpida idea se me ocurre que cuando tenga la máquina de escribir, mis novelas «saldrán solas».

K. Mansfíeld dice: «No vivo más que para escribir». «La gente no me importa. La idea de la gloria y del éxito no es nada, menos que nada.» Luego, escribe una novela y la envía al día siguiente para ser publicada.

Acabo de recibir una carta de A. R. en la que me dice, hones tamente, que no entiende mis versos. Me ruega que se los explique. Sonrío tristemente. Y a mí, ¿quién me los puede explicar? No sé de dónde han surgido, ni cómo. Han sido momentos aislados y mágicos, que me raptaron de estos odiados tiempo y espacio, y me sentaron en una nebulosa de arena sobre la que escribí lo que un ángel, un poco travieso, quiso dictarme.
Pero ¿cómo decirle a A. R. que no he sido yo la tutora (o la culpable) de esas palabras inhumanas? Rilke decía: «La mayor parte de los acontecimientos son indecibles».

Dos horas después.

He terminado de leer el diario de K. M.
Me pregunto una sola cosa: ¿tengo vocación literaria?

Respuesta:
Temo que mis deseos de escribir no sean más que medios para conseguir el fin anhelado éxito, gloria, fe en mí.
También pueden ser excusas, ya que no estudio «en serio», ya que no actúo «en serio», ya que no vivo «en serio».

Puede ser también, que, dada mi escasa facilidad de expresión oral, apele al papel para no atragantarme, para escupir el Riego de mis angustias. Por eso, quizá, amo tanto estos cuadernillos de quejas, cuyo valor es exclusivamente psicológico, pero nunca literario.

He leído dos cuentos de Apollínaire, llenos de gracia y encanto y de esa dulce fantasía traviesa que jamás he encontrado en ningún otro escritor.

Luego, comencé un libro de Bioy Casares. Escribe muy bien. Pero hay algo que falla. Aún no he descubierto qué es. Quizá no lo encuentre, pero es una vaga sensación de falta de plenitud.

Octubre de 1955

Escena en el tranvía: una señora gorda con tres paquetes y una niñita muy hermosa. Está parada a mi lado:

—¡Dios mío! ¡Ni un asiento!

(Mira los rostros de los agraciados, los que están sentados. Yo continúo leyendo. Los demás, a falta de libros, se amparan en las ventanillas o en el divino mosquito que zumba.)

—¡Y encima con la nena!

(Mutis.)

—¡Y estos paquetes de porquería!

(Mutis. Pero su rostro se ilumina. Algo le dice que hace calor.)

—¡Y todas las ventanillas cerradas!

(Mutis. La nena está por llorar.)

—¡Mamá! ¡Quiero sentarme!

—¡Callate! (La amenaza con la mano.)

(Sigue aferrada a la idea del calor.)

—Y todas las ventanillas...

—¡Mamá!

—¡Querés callarte o...!

(De pronto, se levanta una mujer madura y le ofrece el asien to. Contemplo el inmenso ramo de flores que lleva. La mujer gorda no quiere aceptar, pero se comprime toda para que su benefactora pueda levantarse. Acaricia a la nena que la supe ró en cuanto a argumentos «pro-en-busca-del-asiento-vacío». La sienta de un golpe. La nena es feliz. La mujer madura con templa con tristeza sus pobres flores estrujadas. De pronto, se levanta el compañero de asiento de la nena. La mujer gorda empuja a la mujer madura y rompiendo definitivamente una flor, se sienta. Noto que hace calor, pero la mujer gorda ni siquiera mira la ventanilla cerrada. Siento deseos de decirle por qué no la abre. Se acerca una mujer muy anciana. Trato de levantarme, pero un agudísimo dolor o punzada en el apéndice me lo impide. La mujer gorda la mira sonriendo esperando que se ría de las frases graciosas de su nena. La anciana se está cayendo. Siento deseos de decirle a la mujer gorda que siente a su niña en su anchísima falda y conceda el asiento a esta mujer. No lo digo. Vuelvo a san Juan de la Cruz.)

Mi única culpa consiste en no poder recordar dónde puse mi cordón umbilical, aquella noche que nací.

31 de Agosto de 1955

10 h.

Anoche soñé que estallaba una revolución.12

Despierto y mi madre me dice que hay serios disturbios políticos. Pienso en mi sueño (¿premonitorio?). No he leído los periódicos desde la última hecatombe fechada en 16 de junio. Tampoco he querido oír los comentarios de mis compañeros. ¿A qué se debe pues este sueño mío? No sé...

¡Maldito encierro! Este suceso retrasa la impresión de mi libro.

¿Qué haré hoy?

Creo que volveré a Proust. Su mundo de princesas y duquesas es ideal para apartarse de esta masa llena de miedo y proyectos sangrientos.

Viene mi tía. Masoquísticamente, habla de Hitler y del antisemitismo. La tranquilizo. ¡Siempre con lo mismo! Estos días, Dormusch me «obligó» a tomar un poco de consciencia sobre mi condición de judía. Lo hago a pesar mío. ¡Si sólo fuera eso! Mi angustia no permite lamentos intrusos. Exteriormente, me siento fuerte, capaz de soportar cualquier cosa. Si me asesinan, ¡tanto peor! ¡Si no lo hacen, tanto mejor! ¿Verdad, A. Gide?


12. La así llamada Revolución Libertadora que derrocó a Juan Domin go Perón en 1955.

Sábado 27 de Agosto de 1955

24.00h.
Terminé el librito de Huidobro. Estoy semiinconsciente. Es bellísimo. La profusión de imágenes me ha dejado cansada y débil. ¡Qué pureza! ¡Eso es poesía! ¡Eso es desflorar el papel en el sentido más dramático! Cierro los ojos. Tristeza profunda dentro de mi alegría. Sí. Alegría de haber encontrado a Huidobro, otro agonizante. Otro amante compañero de mi soledad. ¡Él sí que sufrió del sentimiento trágico de la vida! Siento que me duele la sensibilidad. Siento que desaparecieron mis órganos, visceras, sangre, etc. Y únicamente hay cuerdas de colores que permanecen tensas. A ratos, alguien las tañe y ellas se mueven eléctricamente nerviosas y producen un sonido chirriante.

Me identifico con Huidobro en su relación con los objetos, en ese percibir de su vitalidad. Es como cuando yo decía que siento que cada objeto me grita.

No sé por qué causa al leer: «Cuando el cielo trae de la mano una tempestad... Hurra molino girando en la memoria» sentí unos desesperantes deseos de llorar. Me conmueve profundamente ese «hurra» tan hermanado, tan bondadoso, tan resignado. ¡Pobre molino que siempre da vueltas y vueltas! ¡Claro! Así es la vida. Gira y gira. Y Huidobro lo sabe, y le da ánimos al molino.

25 de Agosto de 1955

Despierto a las 11.15 h. Me siento triste y vacía. Releo lo que escribí ayer. Sonrío. ¡Qué extraño! Estoy muy cansada. Muy, pero muy cansada. Tengo miedo. Un miedo terrible. Leo un cartelito que pegué en la pared de mi cuarto: «¿De qué ángel o demonio está hecha nuestra personalidad?».

¡Oh! ¡Quiero ser mi destino! ¡Quiero que mis manos ta­llen mi dorado molde!

Extraño. Siento que algo se me desliza. No estoy muy triste. Pienso pero me pierdo. No siento mucho.

Los libros de crítica son muy dañinos. Leo a Kierkegaard. Aparece Unamuno y lo aprueba. Viene Marjorie Grene11 y señala sus tremendos errores. Es terrible. Los libros de filosofía podrán ayudarme a pensar, pero me inclino a las obras de imaginación. Son más reales. De los ensayos e interpretacio­nes ni hay que hablar. Sencillamente, no debo leerlos.

23 h. D. M. insiste en la necesidad de leer a los clásicos. Garcilaso:

Pensando que el camino iba derecho, vine a parar en tanta desventura, que imaginar no puedo,    aun con locura, algo de que esté un rato satisfecho.

Está bien, lo leeré. Pero no será con placer. ¡Oh, busco expresarme y no sé cómo! No hallo belleza en Garcilaso. Pre­fiero a Quevedo y a san Juan de la Cruz. Y a santa Teresa. Pero ¡sólo sé que vivo realmente con Vallejo, Neruda, Apollinaire y a veces Rimbaud!

D. M. habla con su voz serena. Su cuerpo de treinta y cuatro años sólo desea un amor cálido, un puesto en Sur y una biblioteca nutrida de clásicos. Hablamos de Aleixandre. Dice que su ideal es escribir como éste. Es decir, llegar a imitarlo, crear imágenes semejantes. D. M. no se tortura. Su mente es clara y recta. Pienso en Van Gogh, el pobrecito Vincent. En Rosalía de Castro:

¡Felicidad, no he de volver a hallarte en la tierra, en el aire, ni en el cielo, aun cuando sé que existes y no eres vano sueño!

Gran mujer. Maravillosa Rosalía.

Tomo una antología lírica española. Yo, una ignorante que no conoce nada. Veamos, aparece R. de Campoamor. (A los diez años leí algunos poemas suyos):

Con mis coplas, Blanca Rosa,
tal vez te cause cuidados,
por cantar
con la voz ya temblorosa,
y los ojos ya cansados
de llorar
.

Sonrío tristemente. Es un poema muy desagradable. Cam­poamor queda relegado a la categoría de poetastro de tercer orden. Viene Lope de Vega:

A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos.

César Vallejo «también» se sentía solo:

Corre de todo, andando entre protestas incoloras; huye subiendo, huye a paso de sotana, huye alzando al mal en brazos, directamente a sollozar a solas.

A las 17 h estaba sentada en una mesa del Florida. Llega Dor-musch. Hablamos de Pío Baroja. D. lo tacha de mezquino y bestia por un libro antisemita que escribió. Miro sus bigotes, ¡qué mal, pero qué mal le sientan! Viene el mozo. Le pide «un sandwichito de salame sin corteza». Me estremezco de materia­lismo. ¡Salame! Hablar de literatura con un sandwich de sala­me en la mano. Y lo que más me choca es la falta de corteza. Un sandwich de salame «debe» tener corteza y ser tosco y crocan­te. De lo contrario, es como beber champagne mientras se come asado. ¡Oh, las pequeñas cositas!

Hay más: mientras masticaba el paradójico sandwich, be­bía un pocillito de café «liviano», fumaba un cigarrillo rubio fino, leía ha Razón y conversaba conmigo.


11. Marjorie Grene. Filósofa inglesa de gran prestigio. Especialista en Spinoza y Sartre

24 de Agosto de 1955

Arturo me presentó a unos amigos suyos: «Ésta es Alejandra, la niña más dotada del mundo. Tiene todo lo que Dios puede conceder a un ser humano... y sin embargo, está siempre triste».

Uno de ellos dijo que mi tristeza se manifiesta más en los labios que en los ojos.

El mozo del café me preguntó: «¿Y? Hoy también opina que la vida es mala?». Y se rió bondadosamente. Yo lo miré y sólo se me ocurrió que usa dientes postizos. Me dio un acceso de risa.

Le dije a Arturo: «Usted me hace fama de melancólica». Con­testó: «Es porque te quiero mucho». (?)

22 de agosto de 1955


Bar Florida, 14h

Lunes pasado y presente vertido en la taza de un café be­bido en el bar Florida. La mirada del OTRO que está frente a mí impide el saludable esparcimiento de mi incoherencia. La taza de café brilla por el sol que se introduce mezclado a la luz artificial de los tubos fluorescentes. Mi almita gime contra el sol, enemigo de la angustia auténtica. El sol, como buen canalla que es, haciendo dorar los objetos, impidiéndo­me darles el color que a mí se me ocurra. Sí. El sol nos engaña a todos. El sol es una vil ilusión de felicidad. Lo odio más que nunca.

14.30 h. Bar Florida. Los mozos barren. Frente a mí, el OTRO embadurna medialunas. Ahora me mira. Ahora lo miro. Mi ánimo oye el volcar de las monedas, los platos con su sem­piterna redondez, el ruido áspero y terrenal de la escoba. Y luego las agitaciones de ese demonio llamado sexo y las ro­taciones de mi ser entre los polos opuestos de la angustia y la euforia. El otro se fue. Quedó una jarra plateada llena de agua. Los dados se agitan en el vaso de cuero, como pájaros escla­vizados. Una voz grita: ¡Escalera! Lo repite empeñada en su batir estúpido. Siguen barriendo. Nos iremos a la biblioteca a estudiar. ¿Qué? ¡Lo que sea! ¡Lo que quieran! ¡ ¡ ¡ ¡«Voy dicien­do por qué me dan así tanto en el alma»!!!!

Clase de Periodismo, 19.30.

18 h. Exposición de Spilimbergo.10 Sensación de dicha. Atiendo un cuadro que denota influencias de Picasso. Un rostro de mujer. Debajo hay algo gris que interpreto como una flor. ¡Qué hermoso! Me fijo en la ubicación de los planos. Como jamás vi ningún manual de pintura ni conozco la menor regla pictórica, exprimo mi sensibilidad para tapar mi ignorancia. ¡Crear! Sea en donde fuere, basta crear. Es lo que pensaba cuando caminaba por los kioskos de libros del Cabildo. La plaza en que están instalados es pequeñita y miserable. Sólo tiene unos arbolillos filosos y míseros. (Me pregunto para qué los han puesto.) Para que haya verde. Para que haya creación. Miro un arbolillo y le prometo crear, crear y crear. Ser como la natu­raleza, creadora como ella. Paseo por la calle Florida. Rostro más rostros. Millares de mujeres con los labios pintados. Cada una tiene un rouge rojizo y un espejo. Cada una se ha plantado frente al espejo, se ha pintado cuidadosamente, corrigiendo con los dedos o con un pañuelito los errores cometidos. Algunas usan sombrero. Han cuidado de ponérselo bien, cosa que no esté ridicula. Luego una mujer embarazada que oculta su pro­tuberancia abdominal bajo un amplio tapado. ¡No importa la estética! Procrear. Procrear. Pienso que cada hombre que pasa tiene un falo y en él varios seres en potencia. Pienso que cada mujer que pasa tiene su propio útero apto para portar seres. ¡Y siguen pasando! ¡Y siguen! Rostros. Todos iguales. ¡Hiergo [sic] mi cuerpo! Miro el cielo y me siento trascender. Me siento llamada, supremamente llamada. ¡He de crear! Es lo único importante en el mundo. Agregar algo. Dejar algo. En el kios­ko veo un librito: Fausto de Goethe. ¿Qué importa que Goethe haya muerto? Allí está el testimonio de la realidad de su exis­tencia. La muerte no puede contra él. Nada puede. Ni la gue­rra ni el avance atómico. Ni los burgueses en sus Cadillacs ni el portero que barre la vereda. ¡Oh, crear! ¡He de crear! Es lo único importante. Es lo único que queda. ¡Crear y nada más! ¡He de tapar el fracaso de mi vida con la belleza de mi obra! ¡Crear!

En un kiosko, mirando libros. El vendedor me habla. Dado mi acento, supone que soy europea. Me habla de «nuestra alta cul­tura». «Sí. Usted que es extranjera debe notarlo.» ¿Cómo expli­carle que soy argentina? ¿Cómo explicarle mi extraño acento? ¿Por qué explicárselo? Me habla de la libertad sexual. (Todos se agarran de lo mismo.) Es bastante culto. Le digo mi edad; manifiesta la diferencia enorme entre una muchacha europea de diecinueve años y una argentina. ¡Qué inadaptada me siento!

En el Florida (17.30) encuentro a Dormusch. Le pregunto si lee filosofía. Esboza una expresión de repugnancia: «De vez en cuando, para matar el tiempo». Me siento desilusionada. Es inteligente. Pero ¡no me analizaría con él! Se va pues tiene que atender a un paciente: «¡Y bueno! Hay que ganarse la vida». Le pregunto si tiene muchos enfermos. «Lo suficiente. Sí. Da bas­tante.» Así va la vida, Alejandra.

¡Siento un gusto amargo! ¡Una sensación tal de pérdida! Antes estaba eufórica de alegría. Ahora le toca el turno a la angustia. Por un instante de dicha, mil días de tristeza.

Cuando caminaba hacia la escuela, un soplo de esperanza me inundó. Me vi caminando, sintiendo, mirando. Y me dije: ¡Soy leliz porque estoy viva! ¡Soy feliz de poder caminar y desplazar­me hacia donde quiero! Soy feliz porque no estoy muerta, porque soy joven, porque crearé belleza, porque debo a la vida mucho, porque siento que me llama algo muy grande!

¿Por qué no me ubico en un lugarcito tranquilo y me caso y tengo hijos y voy al cine, a una confitería, al teatro? ¿Por qué no acepto esta realidad? ¿Por qué sufro y me martirizo con los espectros de mi fantasía? ¿Por qué insisto en el llamado? ¿Por qué me analizo? ¿Por qué no me olvido de mi alma y no es-l rujo el pañuelito húmedo leyendo Cuerpos y almas? ¿Por qué no me visto con elegancia y paseo por Santa Fe del brazo de mi novio? ¡Ah! Sé que la vida es muy breve. Sé que no soy eterna. Pero, en realidad, no veo la muerte. La veo lejana. Digo cuarenta años pero no los veo. Veo un espacio inmenso. Veo millares de días. Sé que hay tiempo. Sé que tengo tiempo. Sé que amo mi alma. Me amo a mí. Amo mi cuerpo y lo besaría lodo porque es mío. Amo mi rostro tan desconocido y extra-no. Amo mis ojos sorprendentes. Amo mis manos infantiles.

Amo mi letra tan clara. (¡Qué extraño que mi letra sea legible!) Es muy tarde. Estoy excitada. Deseo un cuerpo junto al mío. ¡Cualquiera! Cualquier sexo, cualquier edad. ¡Eso es lo de menos! Basta un cuerpo a quien tocar y que me toque. ¡Mi sangre galopa! ¡Ah! Deseo fervientemente. Me disuelvo en deseos eróticos. Nada de amor. No. Nada de eso. ¡Sí! Lo que yo quisiera es vivir mi vida diurna entre libros y papeles y pasar las noches junto a un cuerpo. Ése es mi ideal. ¿Es lascivo? ¿Es lujurioso? ¿Es estúpido? ¿Es imposible? ¡¡¡Es mío!!! Y con eso basta. Pero ¿dónde conseguir ese ser? Tendría que ser alguien como yo, que desee lo mismo que yo. ¡No existe! ¡Sé que no existe! Mi locura es única. ¡Mi originalidad! ¡Mi ex­tremismo! ¿Qué será de mí? ¡No lo sé! ¡Sólo sé que no pue­do más! ¡Que me muero de impotencia!

Me doy cuenta que no puedo seguir estudiando en la facul­tad. La chica de quinto año me enumeró los pensadores que más se estudian: Aristóteles, S. Tomás, Kant, etc. ¿Cómo for­zar mi mente hacia ellos? Se me ocurre seguir Letras. ¿Cómo esperar cinco años para analizar a Faulkner? ¿Y por qué ana­lizarlo? ¿Por qué leer a Moliere? ¿Por qué leer a Góngora? Me hacen llorar de hastío. Comparemos a Vallejo y a Góngora. Sí. Ya sé que son dos cosas muy distintas. ¡No! ¡No puedo! ¡No puedo! Recuerdo que cuando [ilegible] comenzó a analizar a Baudelaire, traté de leer Las flores del mal ¡y no pude! ¿Cómo leer a Hegel si una sola frase suya me hace sentir ratón o tiz­ne arrebatado por el viento de los siglos?

¡ Ah! El título y los medios. Medios para defenderme en la lucha con (contra) la vida, para que no me pisoteen. ¡Bah! Jamás voy a morir de hambre. Me entristezco. Soy un ser sin futuro. Me dejo llevar. Debe ser por eso por lo que amo las hojas. Sin embargo, debo estudiar para decir que estudio. De lo contrario no valdré nada. Mi madre quiere que estudie. Quiere que tenga un título. (Sonrío despreciativa.) ¡Qué me importan los títu­los! Digo que quiero ser escritora. ¡Bah! Son cosas al margen dicen. ¡Al margen! Ellos no saben lo que es llorar sobre una hoja vacía y llenarla pacientemente con signos creados por una misma. Parece cola de magia. Llenar un cuadernillo que estaba desnudo y triste. Darle vida entregándole lo mejor que una tiene dentro. ¡Ah! Escribir. ¡Qué bello es escribir! Ha­blando de escribir, ayer, leí un trozo de un libro de Azorín. Me retracto públicamente por mi desprecio hacia él. Es muy bueno. Tan claro. Tan simpático y limpio. ¡Tiene una tortura espiri­tual tan elegante!

Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma. Produce un alegre cosquilleo que recorre mi cuerpo. Dan deseos de tocarlo, de mirarlo, de ver de dónde sale ese latir tan independiente de mi querer. ¡Es tan dueño de sí! Cruzo las piernas. Se calma un tanto. Sexo. El eterno sexo. Digo que lo odio, pero algo lo quiero ya que lo mimo tanto. ¡Al diablo! Hablo de él como si sería [stc] algo verdaderamente independiente de mí. Vuelve a aletear. Es muy tarde y la an­gustia asciende de nuevo. Pienso en ÉL y lo deseo. Pero, no como antes. Creo que jamás desearé apasionadamente a hombre alguno. Quisiera ser hombre para tener muchos bolsillos. Hasta podría tener siempre un libro en un bolsillo. La ropa femeni­na es muy molesta. ¡Tan ceñida e incómoda! No hay libertad para moverse, para correr, para nada. El hombre más humil­de camina y parece el rey del universo. La mujer más ataviada camina y semeja un objeto que se utiliza los domingos. Ade­más hay leyes para la velocidad del paso. Si yo camino lenta­mente, mirando las esculturas de las viejas casas (cosa que aprendí a mirar) o el cielo o los rostros de los que pasan jun­to a mí, siento que atento contra algo. Me siguen, me hablan o me miran con asombro y reproche. Sí. La mujer tiene que caminar apurada indicando que su caminar tiene un fin. De lo contrario es una prostituta (hay también un «fin» [sic]) o una loca o una extravagante. Si ocurre algo, alguna aglomeración o un choque, y me acerco, compruebo que no hay una sola mujer. Hombres. Nada más que hombres. Me sube la angus­tia. Siento un espeso vacío y una gran oleada de euforia sexual. Esto me humilla. No quiero sentir deseos. Cada vez son más fuertes. Superan al cansancio.



10. Lino Spilimbergo (1896-1964), arrisra plástico argentino.

9 de agosto de 1955

Martes,

¡Al diablo! Siento un libro dentro de mí. Un libro que me atraganta. Un libro que me obstruye la respiración. Y yo no permito que salga. ¡No! Pero ¿por qué?

El humo carcomido por la noche. El aire mudo de inexplicable sonrojo. La ceniza árida en su despojo vital.

Comencé a leer un estudio sobre Antonio Machado. Me aburre. Su poesía es agradable, pero nada más. Supongo que la forma ha de ser exquisita, pero como yo no entiendo nada de gramá­tica, me resbala. Me sorprende la rima. Me sorprende y me dis­gusta. Tiene algo de mágico, algo de melodioso que no carece de atractivo. Pero después de Vallejo, todo lo demás es llanto casual. Se me ocurre que algún día haré un profundo trabajo sobre él. Lo considero un deber.

Tengo reparos en seguir escribiendo este cuadernillo. El méto­do que utilizo para escribirlo es éste: escribo sin pensar, todo lo que venga de «allá». Lo guardo. Al día siguiente, releo lo escri­to y pienso.

Supero los reparos. Si no fuera por estas líneas, muero as­fixiada.

Lo que ocurre es que estoy impresionada por lo que he leído sobre Proust. Lo encuentro prodigioso y genial, pero hay algo que me detiene y es su aspecto mundano. Sé muy bien que su menor gesto era terriblemente profundo. Veo su alma exqui­sita y rara. Pero me hubiese gustado más que todo ese mun­do hubiese sido en su mayor parte creación de su imaginación y no documental.

7 de Agosto de 1955

Encuentro unos viejos papeles escritos allá por el año 53 o 54. Me confunden y lastiman. ¡Cuánto adelanté! A pesar de la torpeza literaria que demuestran, hallo más coherencia que en los escritos actuales. Coherencia ingenua debida a la igno-rancia de muchas cosas esenciales. En esa época, pensaba que con conocer mi interior, ya estaba resuelta la duda antropoló­gica: ¿qué es el hombre? Pensaba que la fe es importantísima. Pensaba que la muerte no es para mí. Ni la soledad. Ni el arte. D. M. me invitó a participar en un concurso literario, de cuyo jurado forma parte. Se me ocurre que no debo intervenir pues D. M. es pseudoclasicista y dijo que mis poemas: «son muy buenos, pero un tanto osados». ¡Osadía! Escribo como pue­do. Jamás sería capaz de escribir un soneto ni una apología al jardín de esa plaza. Jamás sabría componer un alejandrino ni calcular una rima. No lo lamento, pues D. M. tampoco «sabría» hacer ninguno de mis poemas.

Caminando con A. Cuadrado. Alguien lo detiene. Es un hom­bre muy feo. Con el rostro escamado y la sonrisa tonta. A. C. me presenta «una poeta que comienza y un poeta que finaliza». Su nombre es J. Bioy (primo de Bioy Casares). Le sonrío mucho pues me da lástima. Se va. Arturo me dice que está loco. Que está internado en Vieytes7 y a veces sale para embriagarse y es­cribir. Me sube el llanto. Se me ocurre que es un verdadero poeta (los que sufren del dolor mundial). Contemplo a Arturo, tan seguro tan mundano («está loco, Alejandra, por culpa de una mujer como tú», dice, bromeando). Me asquea. Lo odio. Pienso en el poeta loco. Quisiera darle algo. Me estremezco. ¡El pobrecito es tan feo!

Hoy me visitó Claudia Bologna. La traje a mi cuarto con «ma­las intenciones». Me dijo que se siente indefinida, que no sabe qué hacer, que se aturde para vivir, que odia este país, que admira locamente a Francoise Sagan. La encontré parecida a mí, pero sin mis angustias y sensibilidad. Me causó cierta repulsión. Comencé a decirle que nada logrará bebiendo o besando jóve­nes, que si desea enfrentar al mundo debe situarse seriamente ante él y sacrificar dolorosamente inmensos placeres. Que la vida es muy dura. Que es muy lindo aturdirse pero que a nada conduce. Que nadie está definido y que no se preocupe por eso. (Yo «creía» que se refería a su situación sexual. Se alegró terri­blemente cuando le narré ese reportaje que hice a Mecha Ortiz.8 Manifesté también que el libro de F. Sagan9 no tiene mucha tras­cendencia. (Es cierto. Lo considero bueno para leer en el tren o en la sala de espera del dentista. No me identifico con él ni lo admiro.) Sólo me gusta el título y el pseudónimo de la autora (reminiscencias de Proust). Admití que tiene buena técnica novelística.


7. Así se llamaba el Hospital Psiquiátrico de Buenos Aires, hoy conoci­do como Hospital Borda.
8. Actriz de teatro argentina..
9. Bonjour tristesse, de Francoise Sagan, traducido al español ese año en Buenos Aires.

3 de Agosto de 1955

Despierto angustiada después de una noche llena de sue­ños desagradables y fantasías voluptuosas. Todo esto me indica hasta qué punto no acepto enfrentar la realidad del «medio». Solo me consuela pensar en el material literario que puedo obtener de estas veleidades de mi cerebro. Pero también está la sensación de pérdida de energía de la imaginación.

1 de Agosto de 1955

Me veo obligado ya a admitir que la ansiedad es mi estado ge­nuino, ocasionalmente interrumpido por el trabajo, el placer, la melancolía o la desesperación.
C. Connolly

Luz de la mañana embebida en los ruidos cotidianos. Los ojos vueltos del sueño perciben asustados aún la Realidad que los sacude. Siento mi despertar como una adhesión de una hoja a «su» árbol, como mi volver a pegarme a la rama que me agita­rá arbitrariamente. Silencio de hoja matutina sin voz para sollo­zar la infamia de su inepcia. Silencio de tensión erguida en la sien del árbol. La hoja se agrieta al desmenuzar los días. El sue­ño lejano resuelve su espera en un rincón inhallable. Mis ojos que se agrandan confiados en el reconocimiento de los objetos cotidianos.

Despierto cansada y fría. La toma de posesión de una «li­bertad» exterior tan duramente lograda es triste. Pienso en mi vida condensada en un eterno intento de escudriñar mi yo. Libros y más libros. Hay momentos en que desaparece la esencia del libro, quedando solamente su ridículo cuerpecillo. Me veo entonces acariciando nebulosas hojas de papel y me pregun­to si valen lo que una mirada humana. Me retuerzo en el in­terrogante axiológico. Pero ¡no necesito respuesta! Continúo leyendo; paulatinamente, desaparece el físico del libro. Me convierto en el receptáculo de su alma. (¡Oh, amo los libros!) Cada minuto que transita señala mi elevación.

Encuentro prodigioso con los momentos de mi vida. Hallo una continuidad confabulada para llevarme a la individualidad más estricta. Mis años aumentan en proporción a las lágrimas. Cada día agrega nuevas lágrimas a la síntesis de mi ser temporal. Lágrimas que son benéficas...

Pienso en mi neurosis. La odio porque no me permite pensar coherentemente. Acepto las angustias, extravagancias, sensa­ciones y explosiones más violentas pero... ¡a condición de meditar! No pido la lucidez de Descartes. ¡No! Quiero una ínfima cantidad de raciocinio que me permita decir ¡Alejan­dra, te estás engañando! ¡Quiero tener capacidad de elección! Se me ocurre que aún no debo comenzar la novela. Tiempo de madurar. Aún no rechazo íntegramente el mundo. Aún me aferró a los engaños gestadores de ilusiones fantásticas. Aún sopla en mí la optimista esperanza de hallar el puente transi­table entre los límites y el infinito. Aún no tengo conciencia de la total impotencia del hombre. (O si la tengo, no me causa suficiente angustia.)

En busca del tiempo perdido, III (p. 277)

Aguante usted el ser calificada de nerviosa. Pertenece usted a esa familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra. Todo lo grande que conocemos nos viene de los nerviosos. Ellos y no otros son quienes han fundado las religiones y han compuesto las obras maestras. Jamás sabrá el mundo todo lo que se les debe, y sobre todo lo que han sufrido ellos para dárselo.

M. Proust

En una Biblioteca pública.

Acabo de hallar cuatro libros magníficos. Huelen a polvo y a magia. Adoro las viejas librerías. Lo que me deja conster­nada es la fecha de la impresión de los libros: Pensamientos de Pascal (1927). Diálogos de Leopardi (1931). Dostoievski por AndréGide (1935)... Es decir: ¡antes de mi nacimiento! ¡Cuan­do estaba en la nada!

Leo el diálogo entre «la naturaleza y el alma» de Leopar­di. ¡Este hombre es un descubrimiento para mí! Me identifico totalmente con él. Y me rebelo con él. Siempre es el mismo interrogante: ¿de qué soy culpable?, ¿por qué este eterno su­frir?, ¿qué hice para recibir tanto golpe duro y malo?

SUMARIO 24 h.

9.45: Me despierto triste, relajada.

10: Leo a Proust.

11: Entra mi madre para comunicarme que la madre de Juan Arón ha muerto. (¿Por qué las madres de mis amigos o novios están muertas, mueren o son enfermas? Ej.: mi primer novio Raúl, cuya madre estaba enferma. Pedro, su madre murió. Luis, enferma de arterioesclerosis. J. A. murió.)

11.30: Almuerzo. Disensión con mi padre. Le noto histérico. Me complazco en agravar su malestar.

13: Sigo con Proust.

15: Es el Atelier. Espero a Arturo. Llega Raúl. Me besa emo­cionado de verme. Nos vamos a un café. Viene la hermana de Carlos (dieciocho años y ya está tramitando su divorcio. Le pregunto si está arrepentida de haberse casado. Responde que ¡ ¡siiií!! Me congratulo de mi renuncia matrimonial. Pero me gustaría tener como ella una experiencia tan interesante. Mi fervor desaparece enseguida. ¡Hay tanto que leer y escribir!). Simpatizamos enseguida. A veces me extraño de las simpatías que inspiro. ¿Cómo es posible? Pasa una joven muy hermosa. Raúl cuenta que es una prostituta a la cual teme, pues hace varios meses colaboró en el asesinato de un hombre y la poli­cía le obligó a detallar sus «clientes». Felizmente, no lo nom­bró. Observo a Raúl. Sus ojeras violáceas infunden huellas viciosas en ese rostro infantil. Respira sexo y orgías sensuales.

Junto a mí, «la poetisa E A. P», desenvuelve su aspecto más limpio y conversa de libros y poemas. Está escribiendo una novela. Además estudia (entre suspiros) a Kant. Me admira que tenga tiempo para Volvemos al Atelier. Entra el pintor espa­ñol Ramón Merino, gran artista (ex restaurador del Museo del Prado). Su estilo es puramente clásico. Hay en él más artesanía que «arte». Observa mis formas y se dedica a adivinarlas al natural (mentalmente). Me ofrece un empleo como ayudante-de restauraciones. La proposición me interesa por la calidad del trabajo. ¡Me encantaría saber pintar! Pero su pobre ros­tro me detiene. Es un hombre buenísimo, respetuoso y terri­blemente tacaño. Se me ocurre que no debo aceptar.

Carlos escribe una segunda novela. Se desespera por con­seguir un título de Escritor que le permita obtener fama y dinero. Apenas comienza a escribir ya calcula las posibilida­des de edición que tendrá. Lo desprecio un poco por este as­pecto. Pero en cierto modo, se justifica. Por todas partes hay obstáculos y dificultades. Carlos escribe maravillosamente. En otro tiempo, un hombre como él, se hubiese introducido en algún periódico o revista de modo de mantenerse en su medio, ganar dinero y no apartarse de lo que más desea. Es bastante duro trabajar ocho horas diarias en un negocio de marcos y luego extraer dificultosamente una o dos horas para dedicar a las letras. ¡Al diablo! ¡Por fin siento una injusticia cometi da contra alguien que no soy yo!

17: Me voy. Reviso los libros de los puestos del Cabildo. Com­pro cuatro.

17.30: Cruzo a la biblioteca.

18: Al café Bolívar. Leo. (Siento paz, mucha paz.) Entra una compañera. «Hago» para que me cuente de su vida. Llegan dos más (la amante de D. y su hermana). Esta hermana me intere­sa profundamente. L. (la amante de D.) dice que es muda (tie­ne veintitrés años). Yo lo creo. Se ríen. La chica dice algo. Es muy delgada. Usa anteojos oscuros. Cuando habla (muy raras veces) tuerce la boca hacia la izquierda. Me esfuerzo en infun­dirle simpatía, confianza. Le pregunto qué hace. Responde: «nada». Le digo: «lo mismo que yo». (Artimaña para estable­cer algún lazo de unión.) Permanece impávida. Come muy lentamente. Por fin, me cuenta que desea estudiar baile. La aliento. Me paga los dos cafés que tomé. Nos despedimos son­rientes. Se me ocurre que está muy mal (como decimos con R. «hace falta una ambulancia» que la lleve a lo de algún psi­quiatra). ¡Pobrecita! Tiene rostro de bailarina que muere en escena.

19: Escuela de periodismo. Hay cierta rebelión debido al mal desarrollo de los programas. Me uno a ella. Le digo a un com­pañero que mañana me traeré un par de agujas de tejer y mi­raré la masacre que harán en la sala de profesores (sí. En ese momento veía nítidamente esas escenas de los films de la Rev. Francesa llenos de mujeres plebeyas vociferando enardecidas por la guillotina. Las que más me impresionan son esas mujeres tejiendo serenas y sonrientes).

21: Café Bolívar. Solamente D.

22: Vuelvo a casa. Encuentro a mi padre acostado a consecuen­cia de un ataque hepático que le dio esta tarde.

Noche singularmente serena. Las angustias se adormecen amodorradas por las frases de Leopardi. Las causas de los trau­mas que tejen mi neurosis son adornadas por el humo azul que excita espiritualmente mi alma. Hay una extraña luminosidad, como de ala de mariposa, que se adhiere finalmente a mi sen­sibilidad. Evoco las situaciones diurnas. ¡Ah, comienzo a amar las noches! Noches de invierno enmantadas por la niebla des­concertada.

En el Atelier había dos cuadritos confeccionados por los indios del Brasil. Los materiales empleados eran puramente naturales: alas de mariposas, plumas de diversas aves, raíces secas de algunas plantitas y semillas ajadas. Representaban paisajes de la selva. El colorido tenía un exotismo maravillo­so. Sentí deseos de poseerlos.

28 de Julio de 1955

Ausencia vibrante. Galápagos molestos. Sombra del frío que se introduce a través de la cerradura de la ventana. La estufa muda y sonriente de sangre calurosa halaga mis medias. El humo choca con mis pestañas borroneando la luminosidad ilusoria. Un cruel nihilismo brinca sinuoso en mis espacios. Ruidos. Voces. ¿Y esto es la vida? Extrañeza patológica ante la impotencia afectiva. Algo que me construye mi futura ermita. ¡Quiero estar sola! ¡Quiero tiempo para estudiar!

Leo la Historia del surrealismo. Al llegar al capítulo dedi­cado al marxismo y a la situación social, económica, etc., de nuestra época, cierro violentamente el libro y lo guardo. Me horrorizo de mi falta de interés. ¡No puedo remediarlo! ¡Denme al Hombre, no a las masas!

Cada vez me atormenta más la incapacidad de hilar un pensamiento.

Mi actividad mental consta de un suceder de imágenes vertiginoso, recuerdos desordenados, palabras que se van en cuanto trato de apresarlas (como un ladrón huyendo del que sólo se ve el extremo del saco, al doblar una esquina). ¡Es de­sesperante! Trato de llegar a cierta coherencia pues no es po­sible seguir tan despegada de mí misma.

Me vienen deseos de leer el Discurso del Método. No creo poder terminarlo. Son las 16 h. Pongo por testigo a este cua­dernillo para que verifique si tengo fuerzas para leer a Descartes. (Sonrío irónica. ¡Ejercicios de voluntad! «Y el hombre, ¡po­bre!... ¡pobre!») Leo las tres primeras partes. A intervalos, descanso, pues el afán de concentración me fatiga. Admiro el estilo de Descartes. Su limpidez. Su orden. Su fortaleza. (Re­cuerdo que André dijo que el mejor remedio para la angustia es «leer el Discurso del Método». Me parece un disparate. A mí no me produce el menor efecto de cura; al contrario: sólo me da la medida de mi nulidad intelectual. Me agobia enrostrán­dome los «imposibles»).

Hermosa tarde invernal. Por oposición, la asocio con un cuadro de la «abuela Moses». (Me gustaría encontrar la raíz de esta asociación: los cuadros de la a. M. los vi en un film de corto metraje proyectado en la primera reunión que realizó Letra y Línea. Ese día fue intenso. Bebí excesivamente. Bañé «excesiva­mente» con P. Luego ese tango que tarareaba Ceselli5 «así era ella igual que una flor». (Luego soñé con este verso.) Esperaba la presencia de O., pero no vino. ¡Al diablo! Ese día sufría por su ausencia. Ahora también. ¿Será esto el motivo del recuerdo de unos cuadros soleados y calurosos en este día tan Bienestar invernal? El frío renace en cuanto me alejo de la estufa. Se me ocurre pensar en los seres que habitan esas casas horrendas que observo apasionadamente cuando viajo en los ómnibus que pasan por Dock Sud o La Boca. Casas resignadas, desamuebla­das por la tristeza, que huelen a vicio y suciedad. Me estremez­co al pensar en el frío que debe reinar en los cuartillos oscuros, en el jardín desolado. Luego, paseo mi percepción por mi cuar­to, tan confortable y tierno. Mis ojos besan cada figura. Mis ojos, mis labios, mis oídos. Todos mis sentidos unidos y confabulados para hacer de mí un receptáculo sensorial. ¿Y mi razón? ¿Y mi pensar?

¡Desesperada! Acá, acostada en el coloreado diván, a la sombra de la tarde que se va. Mi ropa causaría trágica envidia a cual­quier muchacha de las caves de Saint-Germain: pollera de abri­gadísimo paño verde con el «cierre» roto; pullover enorme de marino, campera desteñida y rota que aspira tener color celes­te, y unas medias de lana verde con adornos marrones; a mis pies están los zapatos, felices en su negrura y modelo como esos «mocasines» que llevan los jugadores de base-ball yankies. Me gustan mucho... Detengo el examen de mi vestimenta y trato de abrirme paso al interior ¡desesperada! ¡Efímeramente desespe­rada! (¡No pude terminar el Discurso del Métodol)

21 h. No hago nada. ¡No sé qué hacer! Estoy cansada. Muy cansada. Hoy no haré el sumario del empleo de mis horas diur­nas. No hay qué decir, salvo que adelanté en mi diagnóstico. Ya aprendí cabalmente que soy distinta de la mayoría de la gente. Que ellos piensan y yo no porque no puedo, porque me ocurre algo, porque estoy enferma. Sí. Estoy enferma. Me pregunto si a todos los neuróticos les ocurre lo mismo. De pronto me admiro de todo lo que hice. De mis papeles. Algún día van a estar en el museo (de algún Instituto Psiquiátrico.) A su lado habrá un car­tel: Poemas de una enferma de diecinueve años. Imposibilidad de razonar. Nunca meditó. Jamás reflexionó. Ninguna vez pensó. Parece ser que es sensible. Propensión a considerarse genial. Agresiva. Acomplejada. Viciosa. No muerde.

Tinta. Mi único consuelo. Así se sigue, Alejandra. Así se sigue. La estufa hace ruido. Un perro ladra. «Nunca se sabe de don­de vienen los ruidos» (Proust). Así se sigue. A la deriva. Estre­llarse. ¡Bah! ¡No hay qué estrellar! Pongo la pluma en el papel. (Te presento a una joven poetisa: F. A. P6) Ya pertenezco a mi tiempo, vive le pére UBU!

«Poemas para leer en el bidet.»

¡Adoro mi poesía! ¡Es la única que me gusta! Imitando la de Vallejo, en la que se nota mis influencias de la primera época (año 1930) ¿Qué hacía yo en 1930? ¡Estaba en la nada! ¿Y en el 2930? ¡En la nada! ¿Y en 1955? ¡En la nada! ¡ ¡En la nada!!

5. Juan José Ceselli, poeta argentino contemporáneo.
6. Flora Alejandra Pizarnik. En estos años juveniles, A. P. usó su nom-bre completo como nombre de pluma.

26 de Julio de 1955

Disponer los días como frente a un tablero de ajedrez. Mañana. (Veo un espacio blanco. Una pantalla clara.) ¡Al dia­blo! Empecé a mezclar. Proust con Jaspers y poemas de Apol-linaire, G. Lorca, Rimbaud, Vallejo (los que encuentro en la gramática: Borges [¡terribles!], Ascasubi, G. Mistral, etc.), ade­más, la traducción de Aphrodite de P. Louys y las ojeadas fre­cuentes al Segundo Sexo. Cocktail biblius. Rematadamente confusa. Promiscua. Deseos de escribir como James Joyce embriagado. De pronto me enderezo y corro a la gramática (¡vive Azorín!). Luego vuelvo al surrealismo (tomo el lápiz que me regaló Cassio para llegar a la escritura automática). ¡No! He de ser seria. {Ex demimondaine.)

25 julio de 1955

Ojeolos apuntes de Filosofía. Sólo me interesan los párrafos dedicados al Ser. Pasan oleadas de euforia. (¡Quiero estudiar!) Sé que a Él4 le agradaría que yo siga estudiando. Toco mi ca­beza. La siento obstaculizada. Agonizo de deseos de seguir estudiando. Estoy segura que al elegir la facultad, dos años antes, elegí bien. Pero ¡no puedo! Si comenzara de nuevo y abandonara, entonces sería terrible. ¿Más terrible que ahora? ¡Sí! No veo nada. Sé que mi espontaneidad está languideciendo. Ya pasa la época en que mis poemas sean estimados dada mi juventud. Llega el momento de decir algo. Y para «decir algo» tengo que «saber algo». Y yo no sé nada. ¡Tengo que estudiar! ¡Quiero estudiar! ¡Pero temo estudiar en la facultad! Me gusta estudiar sola, sin método, sin programa...

¡No quiero viajar! Me imagino en París y no me gusta. Veo «cerrado». Pero menos me gusta estar acá...

4. «Él» es su amor platónico de entonces.

24 de Julio de 1955

Abro mis brazos haciendo una reverencia al vacío. Libros... ¡aj, qué azco! [sic]. Escribir (eso, para los locos). Mi madre quiere enviarme por un año a Israel (su intuición siempre al día: a los doce años fui sionista). Así, volveré seria y renovada.

¡Madre y el psicoanálisis!

¡Maldito! ¡Todo me llega fuera de hora! Estoy segura que dentro de diez o quince años, mi madre va a querer que me psicoanalíce siete veces por semana. Pero ¡creo que ya voy a estar muerta! Planes. ¿Para qué? No pienso escribir jamás nada. Ni leer. Quizás comience a comprar libros bien encuaderna­dos, para regocijarme por el color de las tapas.

22 de Julio de 1955


La vida es una especie de complot...

¡Recibo una carta de Clara Silva! Desbordo ternura. ¡Clara Silva, te adoro! Eres una dulce melodía que disuelve mis huesos buscando mi alma. ¡Y la hallas! ¡La hallas, Clara Silva!

21 de Julio de 1955

Despertar. Murmullo de pájaros. La ventana transmite una luminosidad tensa. Los pájaros continúan. Los siento enjaula­dos, por lo que me resulta desagradable su canto.

Conversaciones con mi madre. Hallo buena voluntad. Le mues­tro las reproducciones de Gauguin y Van Gogh. Le gustan. Sonríe ante los pechos descubiertos de las tahitianas. Acepta al arte y a los artistas, pero siempre que se den en otro planeta. Es decir, que no admite la posibilidad de mi realización literaria. ¡No! Son caprichos, vuelcos juveniles que ya pasarán cuando la experiencia nos traiga la expresión serena. Observa ingenua­mente que yo tendría que pensar más profundamente (¡Madre! ¡ Diste justo!). Le explico que aún no es posible. No acepta mis explicaciones. «No hay médico capaz de ayudarte, si no comien­zas tú primero.» (¡Madre! ¡Imposible!)

¿Cómo podría vivir sin este cuadernillo? ¡Imposible imagi­narlo!

La fotografía de Proust envuelto en un aterrador sudario. Cuando la vi por vez primera, pensé que llevaba un atuendo a lo oriental y que la imagen era un característico recuerdo de algún viaje por, supongamos, Biskra. Una vez rectificado mi error, sentí náuseas. Odio las fotografías de los muertos. (¡La de Claudel es terrible!) Claudel... recuerdo que no soporté su lectura. Exceso de universalidad. Pesadez.

Un día, A. Cuadrado3 me dijo que cada vez que muere un poeta, lee o relee toda su obra. Espléndido homenaje. El día que muera Arturo prometo leer su Soledad imposible, tan in­fantil e inmadura. ¡Arturo! Así como lo veo, con su hermoso pelo revuelto y las viciosas arrugas enrojecidas, ¡que fue com­pañero de armas de André Malraux, amigo de Federico, de Unamuno, de Neruda y de mil seres maravillosos! ¡Arturo, con la pluma de colegio y el vaso de vino tosco a su lado, escribiendo cartas de amor con letras lentas y ordenadas! Arturo tocando mis ojos y diciendo: ¡Alejandra! ¡Te arrancaré un ojo y pren­deré en el hueco un poema! 



3. Arturo Cuadrado (1901-1998), escritor y editor de origen español. A su llegada a la Argentina, en 1936, fundó la editorial Emecé y algo más tarde, junto con el pintor Luis Seoane, la editorial de poesía Botella al Mar, que a la fecha de su muerte llevaba publicados tres mil títulos.

20 de julio de 1955

Ciertamente, hace años que proyecté escribir «algún día» un libro cuyo personaje sea Elena. (Creo que ella misma lo ha sugerido.) Realmente, ofrece ciertos valores literarios interesan-lísimos. Recuerdo nuestra primera conversación: (ambas ten­dríamos quince años). Su rostro torturado me habló de Freud. Luego alegó que el baile no es más que una excusa para rozarse los cuerpos. (Poco después, cuando su inhibición se atenuó, amaba profundamente el baile.)

En fin, hay mil incidentes y pensamientos notables. El prin­cipal podría ser nuestra amistad.

Lectura del libro de Proust.

No estoy de acuerdo con Clara Silva2 en lo referente a las influencias nocivas de un Proust, Gide o Baudelaire. No creo que estrellen la fe innata e inocente de nuestra alma con una violenta y angustiosa voluptuosidad. Si es que leo a Proust, es porque yo elijo a Proust y porque mi estructura se identifica con él y elige su obra y no cualquier otra. Mis angustias no nacen al contacto de las líneas, sino que se limitan a asentir familiar­mente y a reconocerlas como cosas ya experimentadas.

Diecinueve años. He pasado ya por muchas etapas. Sí. Porque son etapas a pesar de la desconfianza que me inspira este térmi­no tan publicitario. Pero, al final, descubro que la última (la actual) no es en modo alguno suma de las anteriores. No. Son lodas distintas. Y a medida que pasan van cayendo en un pozo oscuro, del que brotan a veces algunos recuerdos felices o no. listo es lo que me angustia. El olvido. El tiempo. Que cada esfuerzo actual sea un recuerdo futuro tratado arbitrariamente según la contextura anímica que he de tener y que ahora desco­nozco.

Aspiro a la lucidez. Temo no hallarla nunca.

Creo que mi femineidad consiste en no poder «vivir» sin la se­guridad de un hombre a mi lado. En los períodos (¡actualmen­te tan escasos!) de ausencia de flirts, me siento terriblemente árida. Inútil. Como si estaría [sic] malgastando mi juventud. Y cuando estoy segura es decir, cuando camino junto a un hom­bre que guía mi cuerpo, me siento traidora. Traiciono a ese lla­mado cercano que me planta junto a la mesita y me ordena: ¡estudia y escribe, Alejandra! Entonces ya no grito «¡me mue­ro de inmanencia!». ¡No! Entonces, me siento ser. Me siento vi­brar ante algo elevado que me asciende junto a sí.

Esta dualidad me rebela. ¿No han de ser compatibles en forma alguna? Buscar ejemplos. ¡Sí! La foto de Daphne du Maurier junto a su aristocrático marido; Lord..., tomados amorosamente de la mano. Simone de Beauvoir sonriendo junto a Sartre (no hay que fiarse del periodismo). Katherine Mans-field junto al buen mozo de J. Middletton Murray (pero sus tareas eran análogas y la mayor parte del tiempo estaban separados). Carmen Laforet con sus dos niñas (su mejor no­vela la escribió en estado de angustia y soledad). ¡Pero tam­bién están las otras! («¡galeotes dramáticos! galeotes dra­máticos»), ¡Qué me dices de las hermanas Bronté, de Clara Silva, de G. Mistral (aridez sublimada), de Colette (en los pri­meros tiempos), de Mary Webb, de Edna Millay, de Alfonsina Storni, de Safo (¡de Safo!), de C. Espina, de R. de Luxemburgo y de muchas otras que no conozco! Es irremediable. ¡Es dramático! Una aspira a realizarse. Yo aspiro a realizarme. Cuento para ello con mis dotes literarias. Pero... ¿y si no serian [sic] nota­bles? ¿Si no son más que producto de mi mente confusa y de mi experiencia promiscua? ¿Si no son más que elementos ex­traídos de mi ser semiarruinado, gastado, que resultan sorpren­dentes debido a mi edad física? Entonces no sólo erré la elección sino que no me realizaré por el camino más natural y sencillo de toda mujer: ¡los hijos! ¡Entonces sería más que frustrada! ¡Sería un ser arrojado para estorbar los pasos productivos de los demás! ¡Ocuparía un espacio inmerecido! Mi vida habría sido en vano. ¡Toda la voluptuosidad que exhalo y desato en mis sucesivos compañeros y luego enaltezco en los escritos habrá sido sólo farsa! Entonces... ¿qué? Entonces... estar y esperar. ¡Esperar a que todo venga espontáneamente! ¡No! Lo único que ha de venir espontáneamente es la muerte. ¡Al diablo! Cuando oigo (como ahora) el lejano silbato de un tren o los murmullos de un imaginario arroyuelo o el ruido de una pie­dra chapoteando en el agua; cuando miro las sombras que forman, que crean artísticos dibujos o el humo que juega a la ronda sobre mi cabeza o la ventana que oculta la niebla noc­turna; cuando huelo las violetas que embellecen con su tétri­ca forma el rincón más tonto (¡las violetas, mis flores amadas!) o el aroma del tabaco tan seco, tan excitante, tan sereno o la esencia conservada de un frasquito que me trae imágenes de cuentos orientales; cuando recuerdo ese cuadro de Picasso (sobre el fondo delicadamente coloreado de una especie de caverna magnética, una niñita semejante a un ángel abriga con sus brazos a un avecilla adorable; a sus pies, y para irrumpir con un soplo de sana euforia, hay una pelota de feroces colo­res, de maravillosos tonos casi puros), o esos espinos acobar­dados junto a las montañas; o los paseos a caballo por las sie rras sintiendo volar mis cabellos a la par de las crines del ani­mal creyéndome un elemento más del paisaje, pensando que mi presencia es tan natural y estimable como el rosado cre­púsculo; o cuando lloro recordando esa plantita rosaverde que murió (en mis brazos, podría decir), o el sol afiebrando mi espalda en los rudos días del verano ciudadano, sol que me pe­netraba en comunión perfecta; cuando siento cada trozo, cada milímetro, cada color, cada baldosa que vuela a mi perfección; sí, cuando siento que mi sentir se amplía infinito y todo lo tras­pasa, todo ¡ah! ¡Habría mil ejemplos, mil momentos, mil si­tuaciones! Entonces, cuando miro, huelo, oigo, recuerdo, siento: mi ser ya no espera. Mi ser vibra con los sentidos erguidos, atentos en su puesto. Cuando mi alma se espera en las sagra­das nimiedades y recuerda su elección en potencia, ya no se angustia buscando rutas seguras. ¡No! No hay angustia que alcance su nivel. Ni desesperación. Ni dolor. No existe voca­blo alguno en el cual invertir mi sensación en ese momento. ¡Y si a pesar de todo seguimos gimiendo, y si después de todo, el tiempo nos borra las impresiones y los huesos sobresalen del alma y la carne es venerada ante todo! ¡ ¡Si después de todo resulta la nada!! Entonces... ¿qué? «Entonces... ¿qué?» Te preguntas temerosa de hallar res­puesta. La respuesta. Por mis frases deduzco que tiendo a elegir el estudio y la creación. Pero también hay algo que se rebela ¡y con causa! Es mi sexo. Acepto encantada las horas del día llenas de libros y de belleza, pero ¡las noches! ¡Las frías no­ches de invierno! Noches en que oprimo desesperada la almo­hada suspirando por transformarla en un rostro humano. ¡Y mi cuerpo que ningún brazo oprime! ¡Y mis labios besando el vacío! ¿Cómo otorgar lo que anhela, a mi cuerpo febril? No quiero amantes (pues desordenarían las horas de estudio). ¡Al diablo! Tendrían que crearse burdeles especiales para mujeres-artistas! Pero no los hay... ¡y es tan trágica la visión de una mujer madura sorbiéndose el cuerpo en la aridez de la noche! Y eso es lo que me espera. Esa imagen destruye todas las embriagueces sagradas.

Desmalezar los conceptos turbios.

2. Clara Silva (1905-1976), poeta uruguaya.

19 de julio de 1955

Buscamos siempre el absoluto y no encontramos sino cosas.
Novalis


¿Qué es lo que importa en una acción, su fondo o su forma?

Alejandra: tienes cuarenta días de angustia inconfesable. Cua­renta días de soledad ahogada, sin probabilidades de confesar­la. Sin un rostro amado a quien quejarse de la desgracia que se prende a tu destino. Alejandra: ese rostro amado es uno solo y se ha ido. Es como si te hubiesen arrancado todo. Es como si te hundiesen en la fría suma de los días para que en ellos te atur­das tratando de olvidar su ausencia. Alejandra: has de luchar terriblemente. Has de luchar tú y este cuadernillo. Han de lu­char ambos, pues los ojos del amado rostro dicen que quizás no esté todo perdido. ¡Quizás haya aún algo por salvar! ¿Qué? ¡preguntas! ¡Tu alma, Alejandra, tu alma!

Planes para cuarenta días:
1) Comenzar la novela.
2) Terminar los libros de Proust.
3) Leer a Heidegger.
4) No beber.
5) Nada de actos violentos.
6) Estudiar gramática y francés.

5 de Julio de 1955

Pensando sobre la obra literaria.

Lo mejor que se me ocurre es una especie de diario dirigi­do a (supongamos, Andrea). Es decir; no serían cartas ni un diario común. Podría estar dividido en dos o tres partes. Una dedicada al amor, la otra a la angustia, la tercera a mon dieu!, acá ya sería cuestión de resolverse, de elegir: o captar al mundo o rechazarlo.

¡No! No podré realizarlo debido a mi heart with two faces (Hoy lo acepto, mañana lo rechazo). Sería cuestión de escri­birlo todo en una noche. ¡Imposible!

(Seguiremos haciendo poemas.)

Heredé de mis antepasados las ansias de huir. Dicen que mi sangre es europea. Yo siento que cada glóbulo procede de un punto distinto. De cada nación, de cada provincia, de cada isla, golfo, accidente, archipiélago, oasis. De cada trozo de tierra o de mar han usurpado algo y así me formaron, condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen. Con las manos tendidas y el pájaro herido balbuceante y sangriento. Con los labios expresamente dibujados para exhalar quejas. Con la frente estrujada por todas las dudas. Con el rostro anhelante y el pelo rodante. Con mi acoplado sin freno.

Con la malicia instintiva de la prohibición. Con el hálito negro a fuer de tanto llanto. Heredé el paso vacilante con el objeto de no estatizarme nunca con firmeza en lugar alguno. ¡En todo y en nada! ¡En nada y en todo!

(Hoy me dijo una compañera del curso de francés que en París «hay mucha degeneración» pues le contaron que las parejas que se aman se besan en la calle «¡en público!».)

Pienso que seres así hacen la vida aún más dura. Y ello sin decir lo que ellos mismos hacen cuando no estás «en público». Y estos seres son «la sociedad». Los representantes del orden, de la corrección, de la moral. ¡De la moral! Moral que ellos establecen a su criterio y sin derecho. Y nosotros somos los expulsados, los rechazados, ¡los sifilíticos espirituales! Como si de nuestro rostro resbalaran materias putrefactas. Como si no nos mereciéramos ese cielo candoroso que nos cubre, detrás del cual está Dios, manantial de toda estrechez y mezquindad ima­ginarias.

¡Dios!, que en caso de ser se limita a su empleo de cubre-tapas del Código Civil y Penal. No me importa verificar algo tan vulgar como la existencia de Dios, pues me basta con sentir mi ser. No me importa el Código Civil sino en la medida en que ensució mi alma cuando realizó ese viaje por ella durante mis primeros años. ¡Quiero borrar sus inmundas manchas! ¡De­jar a mi ave lustrosa! (Como un aviso de propaganda de la belleza infinita.)

Una de las preguntas que no puedo contestar: «Pero... ¿de dónde has salido tú que eres así?».

(En ese momento me siento un producto de la cruza entre el Minotauro y una Amargada Marciana.)

Buenos Aires es como un costurero de una modista que traba­ja en su profesión de hace unos treinta años. Cada vez que de­sea hallar el hilo dorado se lastima irremediablemente con infi­nidad de alfileres de cuya existencia no se percató.

¡ Vivir como Jarry! Aquí me hablaría Mme. de Beauvoir de mi si­tuación de mujer. ¡Desear vivir como Jarry cuando no se puede estar una hora en un café sin que surjan dos gusanos por minuto para perturbar la existencia que esta pobre hembra desea desa­rrollar!

1 de Julio de 1955

Comienzo a leer A la recherche du temps perdu. Llego a p. 14. ¡Qué análisis tan sutil! («y me pongo a pensar y a sentir, lo cual es siempre triste»).

Por avenida de Mayo un ciego vende lápices y agita una campanilla. En las escaleras del [ilegible] una ciega entona un cántico muy antiguo. Pasa un hombre de espeso pelo rojo y mullidos bigotes también rojos. Sus anteojos verdes repelen la [ilegible]. Se manifiesta inquieto. Me pregunto cómo pue­de soportar esa carga de tonos tan horrendos. Después, hay tres o cuatro seres vestidos de negro. Gesticulan temerosos poniendo en evidencia su llegada a la capital. Tienen todos la tez rojiza como manos de sirvienta. Seres de agua de pozo y hogar oprimido. Con bocas endurecidas a fuerza de pan duro y vino. Se respira junto a ellos un aire deprimente. (lomo esos domingos de los suburbios con las calles cerradas y las voces radiales exhalando grotescamente la situación de las canchas de football. Creo que Julien Green fue el que dijo al llegar y ver América que jamás sintió una tristeza de ese género.

Lo comprendo. No es que niegue mi depresión interna. ¡ No!

Escribir y escribir. Siento un placer casi morboso al escri­bir estas sensaciones. Por nada del mundo quisiera estar en otra parte ni en otro ser.

Junio de 1955

Aparentemente cada cosa tiene su sustituto. Sustitución que se sucede infinitamente. Yo creo que nada se reemplaza.

En este momento, estoy escribiendo sobre la mesita de un café. A intervalos imprecisos suspendo la pérdida del líquido tinta para compensarla mediante el líquido té. Sé que es una sustitución irrazonable. No cuerda. Pero no es esto lo que yo quiero expresar. Intento fijar este momento in-sus-ti-tu-i-ble. Mañana podré estar acá de nuevo haciendo y pensando lomismo [sic]. Pero nada se igualará a esta inefable presencia angustio­samente temporal.

Ninguna dificultad se compara a la de explicar pacientemen­te a una persona mediocre la raíz de nuestro desencasillamiento. De nuestro disconformismo. De nuestra inmoralidad.

El hastío es una botella llena de agua mineral con un peque­ñísimo agujero en el fondo; cada minuto pierde una gota. Es cuestión de esperar que se vacíe o estrellarla aguantando el infernal estrépito.

Se habla del sol, de la luna, de las estrellas. ¿Y si no se­rían [sic] más que prejuicios que nos obsequiaron al nacer? Prejuicios contra la posibilidad de su no-existencia. Sea como fuere ¡que no llegue jamás el momento de abrir los ojos!

¡ ¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!!, gime César Vallejo.

Quisiera pensar en algo sublime. En el nacimiento del Hombre, en los sacrificios de Oriente, en el asta de la bandera de Etiopía. Quisiera electrizar mis ojos y sacudirles su inercia domésti­ca. Quisiera levantar mis piernas, manchar el cielorraso, arrodi­llarme junto a un sapo ahogado, clasificar los tonos de un pétalo, registrar los bolsillos del rey de Suecia, distinguir al tacto los cuatro reinos animal, vegetal, mineral y humano, revivir los éx­tasis de Juana de Arco exhalando albores para destruir el fue­go, recoger las mieses de una chacra irlandesa, pasear a hurta­dillas por la nieve muda de Siberia, regatear bambú en un kiosko chino, sonreír al simio en la negrodorada noche de un uke-lele sorbiendo un coco de la isla de Hawai, elevar los párpados, subir a lo más alto, agitar los brazos como campanillas estreme­cidas y gritar a Todo: ¡Soy universal!

Suena el despertador. Estiro mi angustia. Desmenuzo el frío vistiéndome en la auténtica oscuridad que enmarca las 6 horas.

A lo lejos, los flacos pómulos de mi amado César me susu­rran conmovidos: ¡ ¡Ya va a avenir el día / ponte el cuerpo!!

C'est la vie mort de la Morí!

En estos momentos el Universo se reduce a cuatro paredes, trescientos libros, ruidos prosaicos, mi fantasma vagando y mi alma ansiosa de esparcir tentáculos en todas partes. Madame Angustias sonríe orgullosa de su nuevo vestido. «¡Adonde vaya habrá sed de correr!» ¿Pero es que hay algo más dramático que esta pobre alma mía en las cuatro paredes, llorando y gimiendo por reproducirse en todo? «¡Galeote dramático, galeote dramático!» «¡Es como si me hubiesen puesto aretes! / ¡Es como si me hubiesen orinado! / ¡Es como si te hubieras dado vuelta! / ¡Es como si contaran mis pisadas!»

¡Amado Vallejo! ¡Mi adorado poeta triste! ¡Tú con tus huesos hambrientos y el pelo revuelto y la nuez anhelante y el torso partido y el sentir escabroso y la soledad y el sexo balbuceante v la soledad y el ojo vestido de gris y la soledad y el amado lloro de siempre y la soledad y los golpes de la vida tan fuertes y la soledad y el yo no sé, el porqué de tanto daño de tanto golpe duro y malo, de tanta suciedad pendiente y la nada y lo horren­do y el mefistofélico bastón en quien no apoyarse y el bendito Dios que camina junto a ti y el terrible exilio de los eternos fugitivos, y las calientes lágrimas una más una hasta la ecuación imposible y los dulces monos de Darwin agitando veinte de­dos por cabeza y el tric-trac de los huesos pidiendo un trozo de pan en que sentarse y y y y la soledad el llanto la angustia la nada y la soledad!!!! ¡ ¡ ¡ ¡Amadísimo queridísimo César!!!! ¡ ¡ hasta cuándo!! ¿¿Siempre?? Lloro.

¿Sabéis en qué consiste la individualidad?

En la voluntad consciente. En la consciencia de que uno posee una voluntad y que es capaz de actuar. Sí, esto es, dicho de un modo maravilloso.
Diario de Katherine Mansfield

Soy un signo de interrogación rodeado de ojos y de fuego. Mi liase es un cenizero [sic]. Mi cabeza es humo que asciende en ondas grisazuladas.

¡Bah! Y vuelvo a decir con Rimbaud: Encuentro sagrado el desorden de un espíritu.

El Dr. R. dijo que un cuento es una novela frustrada.

Disciplina. Orden. Aprendizaje.

Estudio gramática.

¡Pensar que mientras yo fumo tranquilamente mi inconscien­te se debate entre una vida árida o productiva! Y todo este escándalo electoral tengo que soportarlo dentro de mi pequeño cuerpo. ¡Pesada cruz!

No sé escribir. Quiero escribir una novela, pero siento que me falta el instrumento necesario: conocimiento del idioma. Creo que editarla sería lo de menos. Me considero predestinada a encontrar siempre un editor. ¡No en vano una vive en pose! Ironías aparte, ¡mi problema esencial es escribir escribir y escribir!

Observar esos árboles con ramas que parecen agujas de cera inclinadas promiscuamente por el viento. Uno de ellos sombrea­ba un alto y angosto edificio. Arriba, la terraza se dejaba acari­ciar por un cielo azul sucio. 7 y 1/2 h. La Boca.

Hojeando las novelas policiales se me ocurre preguntar cómo es posible escribir tanto sin decir «dolor», «vida» o «angustia». Aborrezco esa estúpida deshumanización. Ese actuar sin raíz. Ese horroroso desprendimiento de lo más vital e importante. Debe ser por eso por lo que he dejado de ir al cine. Cierta es­cena de A Streetcar Named Desire.1 Aquella en que una mujer (madame Lamort) gime: ¡ ¡Flores para los muertos!! ¡Nada más sublime! Fue como darme un diploma de Neurótica honoris causa. (Muchos espectadores se rieron.)

1. En español conocida como Un tranvía llamado deseo. A. P. recurriría más tarde en distintas épocas, y en varias prosas y poemas, de madame Lamort.