Ayer se celebró en mi cuarto una reunión de tartamudos, presidida por mí. Yo me había olvidado casi de mis dificultades. Anoche las reviví cuando vinieron Jean T., Roland G. y su mujer. Roland tartamudea brutalmente: repite la m o la n quince o veinte veces. Yo lo miraba tensa y angustiada como pidiéndole perdón. Sentía que mi propia tartamudez, imperceptible para los demás, era sólo percibida por él. Pero aparentemente muestra una admirable indiferencia por sus dificultades. Yo me amparaba en una fingida ignorancia del idioma y cada vez que sentía que mi voz vacilaba decía: «comment dirai-je?». Pero estoy segura que Roland se daba cuenta. Por su parte, Jean también tartamudeaba, lo que no sucede nunca. Es indudable que era por contagio, por osmosis. Queda la mujer de Roland, que no sólo no tartamudea sino que su voz es hermosa y notablemente fluida. Pero de vez en cuando (muy raramente) saltaba y arrastraba alguna consonante. Es muy evidente que hablaba para compensarnos cada vez que Roland acababa alguna tirada larga, penosa, llena de abismos y hormigueros. Todo esto puede ser una sensación subjetiva. Tal vez no se dieron cuenta de la situación. Pero me gustaría ser amiga de Roland y sé que no es posible o será casi imposible a causa de nuestra común dificultad. Sin darme cuenta, yo lo ayudaba a finalizar ciertas palabras, como la que le costó más en la noche: morbidité.
Mi desorden es general. Fraenbel me anunció que estoy enferma por mi desorden alimenticio. «Troubles de la nutrición.» Me dijo que soy como los salvajes de África: ocho días sin comer y después se comen un hipopótamo.
—Pero ¿están siempre enfermos? —dije.
—La enfermedad es su manera de ser —dijo.
Pensé en Unamuno: «El hombre es un animal enfermo». No obstante, quisiera ordenar mi vida cotidiana.
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