Viernes 9 de Diciembre de 1960

Ayer se celebró en mi cuarto una reunión de tartamudos, presidida por mí. Yo me había olvidado casi de mis dificulta­des. Anoche las reviví cuando vinieron Jean T., Roland G. y su mujer. Roland tartamudea brutalmente: repite la m o la n quince o veinte veces. Yo lo miraba tensa y angustiada como pidién­dole perdón. Sentía que mi propia tartamudez, imperceptible para los demás, era sólo percibida por él. Pero aparentemen­te muestra una admirable indiferencia por sus dificultades. Yo me amparaba en una fingida ignorancia del idioma y cada vez que sentía que mi voz vacilaba decía: «comment dirai-je?». Pero estoy segura que Roland se daba cuenta. Por su parte, Jean también tartamudeaba, lo que no sucede nunca. Es induda­ble que era por contagio, por osmosis. Queda la mujer de Ro­land, que no sólo no tartamudea sino que su voz es hermosa y notablemente fluida. Pero de vez en cuando (muy raramente) saltaba y arrastraba alguna consonante. Es muy evidente que hablaba para compensarnos cada vez que Roland acababa al­guna tirada larga, penosa, llena de abismos y hormigueros. Todo esto puede ser una sensación subjetiva. Tal vez no se dieron cuenta de la situación. Pero me gustaría ser amiga de Roland y sé que no es posible o será casi imposible a causa de nuestra co­mún dificultad. Sin darme cuenta, yo lo ayudaba a finalizar ciertas palabras, como la que le costó más en la noche: morbidité.

Mi desorden es general. Fraenbel me anunció que estoy enferma por mi desorden alimenticio. «Troubles de la nutrición.» Me dijo que soy como los salvajes de África: ocho días sin comer y después se comen un hipopótamo.

—Pero ¿están siempre enfermos? —dije.

—La enfermedad es su manera de ser —dijo.

Pensé en Unamuno: «El hombre es un animal enfermo». No obstante, quisiera ordenar mi vida cotidiana.

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