1 de Agosto de 1955

Me veo obligado ya a admitir que la ansiedad es mi estado ge­nuino, ocasionalmente interrumpido por el trabajo, el placer, la melancolía o la desesperación.
C. Connolly

Luz de la mañana embebida en los ruidos cotidianos. Los ojos vueltos del sueño perciben asustados aún la Realidad que los sacude. Siento mi despertar como una adhesión de una hoja a «su» árbol, como mi volver a pegarme a la rama que me agita­rá arbitrariamente. Silencio de hoja matutina sin voz para sollo­zar la infamia de su inepcia. Silencio de tensión erguida en la sien del árbol. La hoja se agrieta al desmenuzar los días. El sue­ño lejano resuelve su espera en un rincón inhallable. Mis ojos que se agrandan confiados en el reconocimiento de los objetos cotidianos.

Despierto cansada y fría. La toma de posesión de una «li­bertad» exterior tan duramente lograda es triste. Pienso en mi vida condensada en un eterno intento de escudriñar mi yo. Libros y más libros. Hay momentos en que desaparece la esencia del libro, quedando solamente su ridículo cuerpecillo. Me veo entonces acariciando nebulosas hojas de papel y me pregun­to si valen lo que una mirada humana. Me retuerzo en el in­terrogante axiológico. Pero ¡no necesito respuesta! Continúo leyendo; paulatinamente, desaparece el físico del libro. Me convierto en el receptáculo de su alma. (¡Oh, amo los libros!) Cada minuto que transita señala mi elevación.

Encuentro prodigioso con los momentos de mi vida. Hallo una continuidad confabulada para llevarme a la individualidad más estricta. Mis años aumentan en proporción a las lágrimas. Cada día agrega nuevas lágrimas a la síntesis de mi ser temporal. Lágrimas que son benéficas...

Pienso en mi neurosis. La odio porque no me permite pensar coherentemente. Acepto las angustias, extravagancias, sensa­ciones y explosiones más violentas pero... ¡a condición de meditar! No pido la lucidez de Descartes. ¡No! Quiero una ínfima cantidad de raciocinio que me permita decir ¡Alejan­dra, te estás engañando! ¡Quiero tener capacidad de elección! Se me ocurre que aún no debo comenzar la novela. Tiempo de madurar. Aún no rechazo íntegramente el mundo. Aún me aferró a los engaños gestadores de ilusiones fantásticas. Aún sopla en mí la optimista esperanza de hallar el puente transi­table entre los límites y el infinito. Aún no tengo conciencia de la total impotencia del hombre. (O si la tengo, no me causa suficiente angustia.)

En busca del tiempo perdido, III (p. 277)

Aguante usted el ser calificada de nerviosa. Pertenece usted a esa familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra. Todo lo grande que conocemos nos viene de los nerviosos. Ellos y no otros son quienes han fundado las religiones y han compuesto las obras maestras. Jamás sabrá el mundo todo lo que se les debe, y sobre todo lo que han sufrido ellos para dárselo.

M. Proust

En una Biblioteca pública.

Acabo de hallar cuatro libros magníficos. Huelen a polvo y a magia. Adoro las viejas librerías. Lo que me deja conster­nada es la fecha de la impresión de los libros: Pensamientos de Pascal (1927). Diálogos de Leopardi (1931). Dostoievski por AndréGide (1935)... Es decir: ¡antes de mi nacimiento! ¡Cuan­do estaba en la nada!

Leo el diálogo entre «la naturaleza y el alma» de Leopar­di. ¡Este hombre es un descubrimiento para mí! Me identifico totalmente con él. Y me rebelo con él. Siempre es el mismo interrogante: ¿de qué soy culpable?, ¿por qué este eterno su­frir?, ¿qué hice para recibir tanto golpe duro y malo?

SUMARIO 24 h.

9.45: Me despierto triste, relajada.

10: Leo a Proust.

11: Entra mi madre para comunicarme que la madre de Juan Arón ha muerto. (¿Por qué las madres de mis amigos o novios están muertas, mueren o son enfermas? Ej.: mi primer novio Raúl, cuya madre estaba enferma. Pedro, su madre murió. Luis, enferma de arterioesclerosis. J. A. murió.)

11.30: Almuerzo. Disensión con mi padre. Le noto histérico. Me complazco en agravar su malestar.

13: Sigo con Proust.

15: Es el Atelier. Espero a Arturo. Llega Raúl. Me besa emo­cionado de verme. Nos vamos a un café. Viene la hermana de Carlos (dieciocho años y ya está tramitando su divorcio. Le pregunto si está arrepentida de haberse casado. Responde que ¡ ¡siiií!! Me congratulo de mi renuncia matrimonial. Pero me gustaría tener como ella una experiencia tan interesante. Mi fervor desaparece enseguida. ¡Hay tanto que leer y escribir!). Simpatizamos enseguida. A veces me extraño de las simpatías que inspiro. ¿Cómo es posible? Pasa una joven muy hermosa. Raúl cuenta que es una prostituta a la cual teme, pues hace varios meses colaboró en el asesinato de un hombre y la poli­cía le obligó a detallar sus «clientes». Felizmente, no lo nom­bró. Observo a Raúl. Sus ojeras violáceas infunden huellas viciosas en ese rostro infantil. Respira sexo y orgías sensuales.

Junto a mí, «la poetisa E A. P», desenvuelve su aspecto más limpio y conversa de libros y poemas. Está escribiendo una novela. Además estudia (entre suspiros) a Kant. Me admira que tenga tiempo para Volvemos al Atelier. Entra el pintor espa­ñol Ramón Merino, gran artista (ex restaurador del Museo del Prado). Su estilo es puramente clásico. Hay en él más artesanía que «arte». Observa mis formas y se dedica a adivinarlas al natural (mentalmente). Me ofrece un empleo como ayudante-de restauraciones. La proposición me interesa por la calidad del trabajo. ¡Me encantaría saber pintar! Pero su pobre ros­tro me detiene. Es un hombre buenísimo, respetuoso y terri­blemente tacaño. Se me ocurre que no debo aceptar.

Carlos escribe una segunda novela. Se desespera por con­seguir un título de Escritor que le permita obtener fama y dinero. Apenas comienza a escribir ya calcula las posibilida­des de edición que tendrá. Lo desprecio un poco por este as­pecto. Pero en cierto modo, se justifica. Por todas partes hay obstáculos y dificultades. Carlos escribe maravillosamente. En otro tiempo, un hombre como él, se hubiese introducido en algún periódico o revista de modo de mantenerse en su medio, ganar dinero y no apartarse de lo que más desea. Es bastante duro trabajar ocho horas diarias en un negocio de marcos y luego extraer dificultosamente una o dos horas para dedicar a las letras. ¡Al diablo! ¡Por fin siento una injusticia cometi da contra alguien que no soy yo!

17: Me voy. Reviso los libros de los puestos del Cabildo. Com­pro cuatro.

17.30: Cruzo a la biblioteca.

18: Al café Bolívar. Leo. (Siento paz, mucha paz.) Entra una compañera. «Hago» para que me cuente de su vida. Llegan dos más (la amante de D. y su hermana). Esta hermana me intere­sa profundamente. L. (la amante de D.) dice que es muda (tie­ne veintitrés años). Yo lo creo. Se ríen. La chica dice algo. Es muy delgada. Usa anteojos oscuros. Cuando habla (muy raras veces) tuerce la boca hacia la izquierda. Me esfuerzo en infun­dirle simpatía, confianza. Le pregunto qué hace. Responde: «nada». Le digo: «lo mismo que yo». (Artimaña para estable­cer algún lazo de unión.) Permanece impávida. Come muy lentamente. Por fin, me cuenta que desea estudiar baile. La aliento. Me paga los dos cafés que tomé. Nos despedimos son­rientes. Se me ocurre que está muy mal (como decimos con R. «hace falta una ambulancia» que la lleve a lo de algún psi­quiatra). ¡Pobrecita! Tiene rostro de bailarina que muere en escena.

19: Escuela de periodismo. Hay cierta rebelión debido al mal desarrollo de los programas. Me uno a ella. Le digo a un com­pañero que mañana me traeré un par de agujas de tejer y mi­raré la masacre que harán en la sala de profesores (sí. En ese momento veía nítidamente esas escenas de los films de la Rev. Francesa llenos de mujeres plebeyas vociferando enardecidas por la guillotina. Las que más me impresionan son esas mujeres tejiendo serenas y sonrientes).

21: Café Bolívar. Solamente D.

22: Vuelvo a casa. Encuentro a mi padre acostado a consecuen­cia de un ataque hepático que le dio esta tarde.

Noche singularmente serena. Las angustias se adormecen amodorradas por las frases de Leopardi. Las causas de los trau­mas que tejen mi neurosis son adornadas por el humo azul que excita espiritualmente mi alma. Hay una extraña luminosidad, como de ala de mariposa, que se adhiere finalmente a mi sen­sibilidad. Evoco las situaciones diurnas. ¡Ah, comienzo a amar las noches! Noches de invierno enmantadas por la niebla des­concertada.

En el Atelier había dos cuadritos confeccionados por los indios del Brasil. Los materiales empleados eran puramente naturales: alas de mariposas, plumas de diversas aves, raíces secas de algunas plantitas y semillas ajadas. Representaban paisajes de la selva. El colorido tenía un exotismo maravillo­so. Sentí deseos de poseerlos.

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