22 de agosto de 1955


Bar Florida, 14h

Lunes pasado y presente vertido en la taza de un café be­bido en el bar Florida. La mirada del OTRO que está frente a mí impide el saludable esparcimiento de mi incoherencia. La taza de café brilla por el sol que se introduce mezclado a la luz artificial de los tubos fluorescentes. Mi almita gime contra el sol, enemigo de la angustia auténtica. El sol, como buen canalla que es, haciendo dorar los objetos, impidiéndo­me darles el color que a mí se me ocurra. Sí. El sol nos engaña a todos. El sol es una vil ilusión de felicidad. Lo odio más que nunca.

14.30 h. Bar Florida. Los mozos barren. Frente a mí, el OTRO embadurna medialunas. Ahora me mira. Ahora lo miro. Mi ánimo oye el volcar de las monedas, los platos con su sem­piterna redondez, el ruido áspero y terrenal de la escoba. Y luego las agitaciones de ese demonio llamado sexo y las ro­taciones de mi ser entre los polos opuestos de la angustia y la euforia. El otro se fue. Quedó una jarra plateada llena de agua. Los dados se agitan en el vaso de cuero, como pájaros escla­vizados. Una voz grita: ¡Escalera! Lo repite empeñada en su batir estúpido. Siguen barriendo. Nos iremos a la biblioteca a estudiar. ¿Qué? ¡Lo que sea! ¡Lo que quieran! ¡ ¡ ¡ ¡«Voy dicien­do por qué me dan así tanto en el alma»!!!!

Clase de Periodismo, 19.30.

18 h. Exposición de Spilimbergo.10 Sensación de dicha. Atiendo un cuadro que denota influencias de Picasso. Un rostro de mujer. Debajo hay algo gris que interpreto como una flor. ¡Qué hermoso! Me fijo en la ubicación de los planos. Como jamás vi ningún manual de pintura ni conozco la menor regla pictórica, exprimo mi sensibilidad para tapar mi ignorancia. ¡Crear! Sea en donde fuere, basta crear. Es lo que pensaba cuando caminaba por los kioskos de libros del Cabildo. La plaza en que están instalados es pequeñita y miserable. Sólo tiene unos arbolillos filosos y míseros. (Me pregunto para qué los han puesto.) Para que haya verde. Para que haya creación. Miro un arbolillo y le prometo crear, crear y crear. Ser como la natu­raleza, creadora como ella. Paseo por la calle Florida. Rostro más rostros. Millares de mujeres con los labios pintados. Cada una tiene un rouge rojizo y un espejo. Cada una se ha plantado frente al espejo, se ha pintado cuidadosamente, corrigiendo con los dedos o con un pañuelito los errores cometidos. Algunas usan sombrero. Han cuidado de ponérselo bien, cosa que no esté ridicula. Luego una mujer embarazada que oculta su pro­tuberancia abdominal bajo un amplio tapado. ¡No importa la estética! Procrear. Procrear. Pienso que cada hombre que pasa tiene un falo y en él varios seres en potencia. Pienso que cada mujer que pasa tiene su propio útero apto para portar seres. ¡Y siguen pasando! ¡Y siguen! Rostros. Todos iguales. ¡Hiergo [sic] mi cuerpo! Miro el cielo y me siento trascender. Me siento llamada, supremamente llamada. ¡He de crear! Es lo único importante en el mundo. Agregar algo. Dejar algo. En el kios­ko veo un librito: Fausto de Goethe. ¿Qué importa que Goethe haya muerto? Allí está el testimonio de la realidad de su exis­tencia. La muerte no puede contra él. Nada puede. Ni la gue­rra ni el avance atómico. Ni los burgueses en sus Cadillacs ni el portero que barre la vereda. ¡Oh, crear! ¡He de crear! Es lo único importante. Es lo único que queda. ¡Crear y nada más! ¡He de tapar el fracaso de mi vida con la belleza de mi obra! ¡Crear!

En un kiosko, mirando libros. El vendedor me habla. Dado mi acento, supone que soy europea. Me habla de «nuestra alta cul­tura». «Sí. Usted que es extranjera debe notarlo.» ¿Cómo expli­carle que soy argentina? ¿Cómo explicarle mi extraño acento? ¿Por qué explicárselo? Me habla de la libertad sexual. (Todos se agarran de lo mismo.) Es bastante culto. Le digo mi edad; manifiesta la diferencia enorme entre una muchacha europea de diecinueve años y una argentina. ¡Qué inadaptada me siento!

En el Florida (17.30) encuentro a Dormusch. Le pregunto si lee filosofía. Esboza una expresión de repugnancia: «De vez en cuando, para matar el tiempo». Me siento desilusionada. Es inteligente. Pero ¡no me analizaría con él! Se va pues tiene que atender a un paciente: «¡Y bueno! Hay que ganarse la vida». Le pregunto si tiene muchos enfermos. «Lo suficiente. Sí. Da bas­tante.» Así va la vida, Alejandra.

¡Siento un gusto amargo! ¡Una sensación tal de pérdida! Antes estaba eufórica de alegría. Ahora le toca el turno a la angustia. Por un instante de dicha, mil días de tristeza.

Cuando caminaba hacia la escuela, un soplo de esperanza me inundó. Me vi caminando, sintiendo, mirando. Y me dije: ¡Soy leliz porque estoy viva! ¡Soy feliz de poder caminar y desplazar­me hacia donde quiero! Soy feliz porque no estoy muerta, porque soy joven, porque crearé belleza, porque debo a la vida mucho, porque siento que me llama algo muy grande!

¿Por qué no me ubico en un lugarcito tranquilo y me caso y tengo hijos y voy al cine, a una confitería, al teatro? ¿Por qué no acepto esta realidad? ¿Por qué sufro y me martirizo con los espectros de mi fantasía? ¿Por qué insisto en el llamado? ¿Por qué me analizo? ¿Por qué no me olvido de mi alma y no es-l rujo el pañuelito húmedo leyendo Cuerpos y almas? ¿Por qué no me visto con elegancia y paseo por Santa Fe del brazo de mi novio? ¡Ah! Sé que la vida es muy breve. Sé que no soy eterna. Pero, en realidad, no veo la muerte. La veo lejana. Digo cuarenta años pero no los veo. Veo un espacio inmenso. Veo millares de días. Sé que hay tiempo. Sé que tengo tiempo. Sé que amo mi alma. Me amo a mí. Amo mi cuerpo y lo besaría lodo porque es mío. Amo mi rostro tan desconocido y extra-no. Amo mis ojos sorprendentes. Amo mis manos infantiles.

Amo mi letra tan clara. (¡Qué extraño que mi letra sea legible!) Es muy tarde. Estoy excitada. Deseo un cuerpo junto al mío. ¡Cualquiera! Cualquier sexo, cualquier edad. ¡Eso es lo de menos! Basta un cuerpo a quien tocar y que me toque. ¡Mi sangre galopa! ¡Ah! Deseo fervientemente. Me disuelvo en deseos eróticos. Nada de amor. No. Nada de eso. ¡Sí! Lo que yo quisiera es vivir mi vida diurna entre libros y papeles y pasar las noches junto a un cuerpo. Ése es mi ideal. ¿Es lascivo? ¿Es lujurioso? ¿Es estúpido? ¿Es imposible? ¡¡¡Es mío!!! Y con eso basta. Pero ¿dónde conseguir ese ser? Tendría que ser alguien como yo, que desee lo mismo que yo. ¡No existe! ¡Sé que no existe! Mi locura es única. ¡Mi originalidad! ¡Mi ex­tremismo! ¿Qué será de mí? ¡No lo sé! ¡Sólo sé que no pue­do más! ¡Que me muero de impotencia!

Me doy cuenta que no puedo seguir estudiando en la facul­tad. La chica de quinto año me enumeró los pensadores que más se estudian: Aristóteles, S. Tomás, Kant, etc. ¿Cómo for­zar mi mente hacia ellos? Se me ocurre seguir Letras. ¿Cómo esperar cinco años para analizar a Faulkner? ¿Y por qué ana­lizarlo? ¿Por qué leer a Moliere? ¿Por qué leer a Góngora? Me hacen llorar de hastío. Comparemos a Vallejo y a Góngora. Sí. Ya sé que son dos cosas muy distintas. ¡No! ¡No puedo! ¡No puedo! Recuerdo que cuando [ilegible] comenzó a analizar a Baudelaire, traté de leer Las flores del mal ¡y no pude! ¿Cómo leer a Hegel si una sola frase suya me hace sentir ratón o tiz­ne arrebatado por el viento de los siglos?

¡ Ah! El título y los medios. Medios para defenderme en la lucha con (contra) la vida, para que no me pisoteen. ¡Bah! Jamás voy a morir de hambre. Me entristezco. Soy un ser sin futuro. Me dejo llevar. Debe ser por eso por lo que amo las hojas. Sin embargo, debo estudiar para decir que estudio. De lo contrario no valdré nada. Mi madre quiere que estudie. Quiere que tenga un título. (Sonrío despreciativa.) ¡Qué me importan los títu­los! Digo que quiero ser escritora. ¡Bah! Son cosas al margen dicen. ¡Al margen! Ellos no saben lo que es llorar sobre una hoja vacía y llenarla pacientemente con signos creados por una misma. Parece cola de magia. Llenar un cuadernillo que estaba desnudo y triste. Darle vida entregándole lo mejor que una tiene dentro. ¡Ah! Escribir. ¡Qué bello es escribir! Ha­blando de escribir, ayer, leí un trozo de un libro de Azorín. Me retracto públicamente por mi desprecio hacia él. Es muy bueno. Tan claro. Tan simpático y limpio. ¡Tiene una tortura espiri­tual tan elegante!

Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma. Produce un alegre cosquilleo que recorre mi cuerpo. Dan deseos de tocarlo, de mirarlo, de ver de dónde sale ese latir tan independiente de mi querer. ¡Es tan dueño de sí! Cruzo las piernas. Se calma un tanto. Sexo. El eterno sexo. Digo que lo odio, pero algo lo quiero ya que lo mimo tanto. ¡Al diablo! Hablo de él como si sería [stc] algo verdaderamente independiente de mí. Vuelve a aletear. Es muy tarde y la an­gustia asciende de nuevo. Pienso en ÉL y lo deseo. Pero, no como antes. Creo que jamás desearé apasionadamente a hombre alguno. Quisiera ser hombre para tener muchos bolsillos. Hasta podría tener siempre un libro en un bolsillo. La ropa femeni­na es muy molesta. ¡Tan ceñida e incómoda! No hay libertad para moverse, para correr, para nada. El hombre más humil­de camina y parece el rey del universo. La mujer más ataviada camina y semeja un objeto que se utiliza los domingos. Ade­más hay leyes para la velocidad del paso. Si yo camino lenta­mente, mirando las esculturas de las viejas casas (cosa que aprendí a mirar) o el cielo o los rostros de los que pasan jun­to a mí, siento que atento contra algo. Me siguen, me hablan o me miran con asombro y reproche. Sí. La mujer tiene que caminar apurada indicando que su caminar tiene un fin. De lo contrario es una prostituta (hay también un «fin» [sic]) o una loca o una extravagante. Si ocurre algo, alguna aglomeración o un choque, y me acerco, compruebo que no hay una sola mujer. Hombres. Nada más que hombres. Me sube la angus­tia. Siento un espeso vacío y una gran oleada de euforia sexual. Esto me humilla. No quiero sentir deseos. Cada vez son más fuertes. Superan al cansancio.



10. Lino Spilimbergo (1896-1964), arrisra plástico argentino.

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