20 de julio de 1955

Ciertamente, hace años que proyecté escribir «algún día» un libro cuyo personaje sea Elena. (Creo que ella misma lo ha sugerido.) Realmente, ofrece ciertos valores literarios interesan-lísimos. Recuerdo nuestra primera conversación: (ambas ten­dríamos quince años). Su rostro torturado me habló de Freud. Luego alegó que el baile no es más que una excusa para rozarse los cuerpos. (Poco después, cuando su inhibición se atenuó, amaba profundamente el baile.)

En fin, hay mil incidentes y pensamientos notables. El prin­cipal podría ser nuestra amistad.

Lectura del libro de Proust.

No estoy de acuerdo con Clara Silva2 en lo referente a las influencias nocivas de un Proust, Gide o Baudelaire. No creo que estrellen la fe innata e inocente de nuestra alma con una violenta y angustiosa voluptuosidad. Si es que leo a Proust, es porque yo elijo a Proust y porque mi estructura se identifica con él y elige su obra y no cualquier otra. Mis angustias no nacen al contacto de las líneas, sino que se limitan a asentir familiar­mente y a reconocerlas como cosas ya experimentadas.

Diecinueve años. He pasado ya por muchas etapas. Sí. Porque son etapas a pesar de la desconfianza que me inspira este térmi­no tan publicitario. Pero, al final, descubro que la última (la actual) no es en modo alguno suma de las anteriores. No. Son lodas distintas. Y a medida que pasan van cayendo en un pozo oscuro, del que brotan a veces algunos recuerdos felices o no. listo es lo que me angustia. El olvido. El tiempo. Que cada esfuerzo actual sea un recuerdo futuro tratado arbitrariamente según la contextura anímica que he de tener y que ahora desco­nozco.

Aspiro a la lucidez. Temo no hallarla nunca.

Creo que mi femineidad consiste en no poder «vivir» sin la se­guridad de un hombre a mi lado. En los períodos (¡actualmen­te tan escasos!) de ausencia de flirts, me siento terriblemente árida. Inútil. Como si estaría [sic] malgastando mi juventud. Y cuando estoy segura es decir, cuando camino junto a un hom­bre que guía mi cuerpo, me siento traidora. Traiciono a ese lla­mado cercano que me planta junto a la mesita y me ordena: ¡estudia y escribe, Alejandra! Entonces ya no grito «¡me mue­ro de inmanencia!». ¡No! Entonces, me siento ser. Me siento vi­brar ante algo elevado que me asciende junto a sí.

Esta dualidad me rebela. ¿No han de ser compatibles en forma alguna? Buscar ejemplos. ¡Sí! La foto de Daphne du Maurier junto a su aristocrático marido; Lord..., tomados amorosamente de la mano. Simone de Beauvoir sonriendo junto a Sartre (no hay que fiarse del periodismo). Katherine Mans-field junto al buen mozo de J. Middletton Murray (pero sus tareas eran análogas y la mayor parte del tiempo estaban separados). Carmen Laforet con sus dos niñas (su mejor no­vela la escribió en estado de angustia y soledad). ¡Pero tam­bién están las otras! («¡galeotes dramáticos! galeotes dra­máticos»), ¡Qué me dices de las hermanas Bronté, de Clara Silva, de G. Mistral (aridez sublimada), de Colette (en los pri­meros tiempos), de Mary Webb, de Edna Millay, de Alfonsina Storni, de Safo (¡de Safo!), de C. Espina, de R. de Luxemburgo y de muchas otras que no conozco! Es irremediable. ¡Es dramático! Una aspira a realizarse. Yo aspiro a realizarme. Cuento para ello con mis dotes literarias. Pero... ¿y si no serian [sic] nota­bles? ¿Si no son más que producto de mi mente confusa y de mi experiencia promiscua? ¿Si no son más que elementos ex­traídos de mi ser semiarruinado, gastado, que resultan sorpren­dentes debido a mi edad física? Entonces no sólo erré la elección sino que no me realizaré por el camino más natural y sencillo de toda mujer: ¡los hijos! ¡Entonces sería más que frustrada! ¡Sería un ser arrojado para estorbar los pasos productivos de los demás! ¡Ocuparía un espacio inmerecido! Mi vida habría sido en vano. ¡Toda la voluptuosidad que exhalo y desato en mis sucesivos compañeros y luego enaltezco en los escritos habrá sido sólo farsa! Entonces... ¿qué? Entonces... estar y esperar. ¡Esperar a que todo venga espontáneamente! ¡No! Lo único que ha de venir espontáneamente es la muerte. ¡Al diablo! Cuando oigo (como ahora) el lejano silbato de un tren o los murmullos de un imaginario arroyuelo o el ruido de una pie­dra chapoteando en el agua; cuando miro las sombras que forman, que crean artísticos dibujos o el humo que juega a la ronda sobre mi cabeza o la ventana que oculta la niebla noc­turna; cuando huelo las violetas que embellecen con su tétri­ca forma el rincón más tonto (¡las violetas, mis flores amadas!) o el aroma del tabaco tan seco, tan excitante, tan sereno o la esencia conservada de un frasquito que me trae imágenes de cuentos orientales; cuando recuerdo ese cuadro de Picasso (sobre el fondo delicadamente coloreado de una especie de caverna magnética, una niñita semejante a un ángel abriga con sus brazos a un avecilla adorable; a sus pies, y para irrumpir con un soplo de sana euforia, hay una pelota de feroces colo­res, de maravillosos tonos casi puros), o esos espinos acobar­dados junto a las montañas; o los paseos a caballo por las sie rras sintiendo volar mis cabellos a la par de las crines del ani­mal creyéndome un elemento más del paisaje, pensando que mi presencia es tan natural y estimable como el rosado cre­púsculo; o cuando lloro recordando esa plantita rosaverde que murió (en mis brazos, podría decir), o el sol afiebrando mi espalda en los rudos días del verano ciudadano, sol que me pe­netraba en comunión perfecta; cuando siento cada trozo, cada milímetro, cada color, cada baldosa que vuela a mi perfección; sí, cuando siento que mi sentir se amplía infinito y todo lo tras­pasa, todo ¡ah! ¡Habría mil ejemplos, mil momentos, mil si­tuaciones! Entonces, cuando miro, huelo, oigo, recuerdo, siento: mi ser ya no espera. Mi ser vibra con los sentidos erguidos, atentos en su puesto. Cuando mi alma se espera en las sagra­das nimiedades y recuerda su elección en potencia, ya no se angustia buscando rutas seguras. ¡No! No hay angustia que alcance su nivel. Ni desesperación. Ni dolor. No existe voca­blo alguno en el cual invertir mi sensación en ese momento. ¡Y si a pesar de todo seguimos gimiendo, y si después de todo, el tiempo nos borra las impresiones y los huesos sobresalen del alma y la carne es venerada ante todo! ¡ ¡Si después de todo resulta la nada!! Entonces... ¿qué? «Entonces... ¿qué?» Te preguntas temerosa de hallar res­puesta. La respuesta. Por mis frases deduzco que tiendo a elegir el estudio y la creación. Pero también hay algo que se rebela ¡y con causa! Es mi sexo. Acepto encantada las horas del día llenas de libros y de belleza, pero ¡las noches! ¡Las frías no­ches de invierno! Noches en que oprimo desesperada la almo­hada suspirando por transformarla en un rostro humano. ¡Y mi cuerpo que ningún brazo oprime! ¡Y mis labios besando el vacío! ¿Cómo otorgar lo que anhela, a mi cuerpo febril? No quiero amantes (pues desordenarían las horas de estudio). ¡Al diablo! Tendrían que crearse burdeles especiales para mujeres-artistas! Pero no los hay... ¡y es tan trágica la visión de una mujer madura sorbiéndose el cuerpo en la aridez de la noche! Y eso es lo que me espera. Esa imagen destruye todas las embriagueces sagradas.

Desmalezar los conceptos turbios.

2. Clara Silva (1905-1976), poeta uruguaya.

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