Domingo 17 de Noviembre de 1957

El cielo es la carne; el infierno, el alma.

Comprender, no el «para qué», sino la necesidad del «para qué».

Tristeza de ser. Tristeza por haber nacido. Tristeza frente a la dulzura del vivir. Tristeza del viento que raptó muchos niños y que ahora lloran o cantan en el espacio. Llueve piedras.

Todas las desdichas de la infancia están levantando levemente los párpados y se desperezan tristemente como monstruosos animalitos que hubieran dormido durante muchos años.

No es queja, no es protesta, no es preguntar por qué. Es como golpear las paredes irrisoriamente herméticas de una cueva laberíntica.
Es como un feto batiendo las entrañas de su madre y rogando que lo dejen salir, que se asfixia, que ya no puede más.

Dentro de mí se ha formado un tribunal que juzga —sin apoyo en ley alguna— mi existencia desde la antigüedad hasta nuestros días.

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