9 de agosto de 1955

Martes,

¡Al diablo! Siento un libro dentro de mí. Un libro que me atraganta. Un libro que me obstruye la respiración. Y yo no permito que salga. ¡No! Pero ¿por qué?

El humo carcomido por la noche. El aire mudo de inexplicable sonrojo. La ceniza árida en su despojo vital.

Comencé a leer un estudio sobre Antonio Machado. Me aburre. Su poesía es agradable, pero nada más. Supongo que la forma ha de ser exquisita, pero como yo no entiendo nada de gramá­tica, me resbala. Me sorprende la rima. Me sorprende y me dis­gusta. Tiene algo de mágico, algo de melodioso que no carece de atractivo. Pero después de Vallejo, todo lo demás es llanto casual. Se me ocurre que algún día haré un profundo trabajo sobre él. Lo considero un deber.

Tengo reparos en seguir escribiendo este cuadernillo. El méto­do que utilizo para escribirlo es éste: escribo sin pensar, todo lo que venga de «allá». Lo guardo. Al día siguiente, releo lo escri­to y pienso.

Supero los reparos. Si no fuera por estas líneas, muero as­fixiada.

Lo que ocurre es que estoy impresionada por lo que he leído sobre Proust. Lo encuentro prodigioso y genial, pero hay algo que me detiene y es su aspecto mundano. Sé muy bien que su menor gesto era terriblemente profundo. Veo su alma exqui­sita y rara. Pero me hubiese gustado más que todo ese mun­do hubiese sido en su mayor parte creación de su imaginación y no documental.

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