Viernes 23 de Octubre de 1959

Soñé con D. A. Dessein. Tenía un atril maravilloso. Yo le decía «un viejo atril es como un vino: cuánto más viejo más delicioso». Y en verdad, me gustaba muchísimo ese atril.
Comencé a leer el diario de Cesare Pavese. Profunda sorpresa. Y miedo. Porque casi todo lo que ha escrito me parece pensado por mí. Es más: yo lo he pensado —mejor decir: sentido— y hasta he tomado notas de ello en mi diario. Me desilusiona un poco tanta semejanza y, al mismo tiempo, me siento salvada. ¿Salvada de qué? No sé. Pero de algo oscuro y viscoso. Posiblemente me refiero a la locura.
Blasón de Águila, V. Inclán.
Leí los primeros cuentos de Katherine Mansfield. Tiene un profundo sentido del ridículo, y algunos son casi tan deliciosos como los cuentos posteriores. ¿Cómo podía sentir lo cotidiano con tal intensidad?
Anoche hice planes para mi «importantísimo» futuro. Busco comprometer todas mis fuerzas en algo, en algo que me secuestre de dormir diez horas por día, de comer por hastío, de leer folletines, de sufrir junto al teléfono porque no me llaman X o Z. Traté de ponerme un plazo de cinco o diez años dedicada a una sola actividad, un solo aprendizaje. Tengo que salir de mi estado actual. ¿Actual? Hace veintitrés años ya que estoy con él. ¿Qué me hace suponer que cambiará? Y ahora que lo escribo me hago trampas. Siento que lo escribo para romper el hechizo, para que se interrumpa. Pero cinco o diez años en una tarea y después suicidarme no es un futuro desdeñable.
Cada día tartamudeo más. Pero no sé si es tartamudez. En el fondo, no quiero hablar. Así como me alimento sin querer hacerlo sino que lo hago por compulsión o por temor del vacío, así hablo, sabiendo no obstante, que debería callar.
Mi sufrimiento es el ómnibus cuando pido el boleto, mi temor de que mi voz no salga y todos los pasajeros contemplen, tentados de risa y asombrados, a ese ser monstruoso que se debate y pelea con el lenguaje.
Mi sufrimiento cuando hablo por teléfono y no me surge la fórmula de despedida «adiós» o «hasta luego» sino una serie de estertores ininteligibles que anulan todo lo que dije precedentemente y transforman mi conversación anterior en una broma, en un simulacro o, tal vez, como alguien que pensó que hablaba con un ser humano y descubre, por un detalle final imprevisto, que no es un ser humano sino algo extraño, ambiguo, no poco repugnante en su misterio.
Peor sería si fuera muda. (Ahora me entró el terror de enmudecer.)

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