Una muchacha mordida y un aullido que quiere trascenderse y ser lo más universal posible
20 de Abril de 1961
Anoche me dormí preguntándome por qué no escribía cuentos fantásticos. La pregunta debe de haber rodado mucho tiempo por mi memoria porque hoy al despertar, aún en duermevela, corrí al espejo murmurando: «El sueño es una segunda vida, ¿por qué habría de escribir cuentos fantásticos si yo no existo, si yo misma soy una creación de algún novelista neurótico?». Después retrocedí, el espejo me daba miedo, ojos alucinados, y me corrí de mí, desnuda, tambaleante, tropezando con muchas cosas porque la alfombra estaba llena de valijas, ropas, libros, papeles, y en los papeles poemas, y en los poemas este miedo, esta concentración inigualada en un dolor viejo, indiscernible de mí. Por lo tanto me acosté pensando en mis piernas, en mis brazos, en mi espalda. Cuando llegué a la columna vertebral tuve miedo porque supe que nunca llegaría a un modus vivendi con mi cuerpo. Eso era lo extraño, que no me soportaba en mis huesos, me recorrían dolores fantasmas, yo los perseguía como con una red para mariposas y siempre me huían, me burlaban. Pensar en la columna vertebral: nunca, nunca vas a poder pensarla en su totalidad, porque apenas comenzaba los dolores me impedían seguir, los hacía desaparecer pero reaparecían.
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