18 de Abril de 1961

De pronto no es ni siquiera el día —el sol tal veloz, el sol rompiendo la dulce mañana hecha de niebla y de ausencia— ni la noche, sino el alma, el tenue lugar del alma descubierto en el sexo a causa de algo o de alguien entrevisto un instante, alguien indeterminado, indefinido, que tú viste durante un segundo o menos aún, para encontrarte luego sin ti. Pero esto es confuso. Quiero decir: voy por la calle mirando el sol recién nacido y las pequeñas nubes sobre el reloj de Saint-Germain-des-Prés y doblo, el cuerpo dobla una esquina (nada más simple) y de pronto lo que en ti siempre estuvo a la espera, lo que siempre fue en ti espera, se justifica, se corrobora, por obra y gracia de un rostro apenas visto, que no acertarías a describir, y sigues caminando con algo que empieza a romperse: algo se desgarró en ti y quisieras estar en tu habitación y llorar o al menos tratar valientemente de hacerlo. Luego el miedo se va y sólo queda el sexo como morada del sentimiento trágico de la vida: en él se cumple un rito de criaturas ávidas que esperan a alguien que no vendrá porque no existe. Mientras tanto, mientras no viene, bebo alcohol, abrazo, me abrazan, mis amigos no son mis amigos, son sexos, los que me rodean son sexos, todo es sexo, y yo voy abierta y ultrajada, a la espera, y aunque me acueste con todos no es eso lo que mi sexo espera, lo que mi sexo espera es una orgía absoluta de gritos gritados por alguien que grita con todo, grito desde lejos y desde cerca, alguien grita tanto que todo se obstruye bruscamente.

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