Sábado Febrero de 1958

Sólo arena y niebla.

Imposible la libertad en la irrealidad. ¿Cómo vencer mi manía de la idealización? ¿Cómo cortar el cordón umbilical? ¿Y para cuándo la aceptación de la adultez? ¿Cómo trascender si me vienen unas ganas irreprimibles de ser una niña muy pequeña, sin pensamientos, sin actos, una niña que llora mucho y pide amor? Una mano, unos labios, una caricia... Todo levísimo, con espuma, con alas. He aquí lo único que me interesa. Lo demás, es interés forzado. Obligación. De allí mi imposibilidad de comunicación con los otros. Ando en busca de esa mano, de esos labios... Y no es posible encontrarlos. Y aunque los encontrara nada sería posible, porque me da horrenda vergüenza sentir esto que siento mientras el espejo certifica una muchacha de veintiún años, devorada por la irrealidad.

He meditado en la posibilidad de enloquecer. Ello sucederá cuando deje de escribir. Cuando la literatura no me interese más. De cualquier modo, me es indiferente enloquecer o no, morirme o no. El mundo es horrible, y mi vida no tiene, por ahora, ningún sentido. (No obstante, creo que nadie ama la vida más que yo. Sólo que entre mis sueños y mi acción pasa un puente insalvable. He aquí la causa de que yo deba desangrarme como un animal enfermo, detrás de la vida.)

Música infinita con velo blanco sale del bolsillo del mediodía. Los actos bailan la ronda del absurdo y esa necesidad pavorosa de ser secuestra a una muchacha de cabellera silenciosa que quisiera encenderse y estallar en un segundo como un fuego fatuo. Los sueños se sientan arriba del mundo. Hay un no dar más, manos negras clavando estatuas en las sonrisas de los muertos, [tachado] se suicida y un niño abre las puertas del cielo y pregunta por qué. Vuelan trenes. Los pájaros se colocan monturas y huyen a la llanura a buscar a la mujer loca que acaba de robar el fuego. Él le corta los pechos, él se la devora mientras un pueblo de hombres-plantas llora en las orillas del Swaney river. Él escupe los huesos de la muchacha. Campanas tocan a la muerte. El sepulturero del cielo se arrodilla frente a mi retrato y pide perdón. Perdón por el puente insalvable entre el deseo y la palabra. Perdón. Y nadie, nadie más que yo comprende la soledad de las flores. Luces intermitentes caminan en la espesura mientras el código de las sombras augura la soledad absoluta. Pero el portero en llamas luce la insignia de la muerte porque la jaula ha heredado —también ella— la vocación del perdón. Aunque te revuelques en las cenizas, el florero dará siempre la hora del dolor. Y el reloj que da las horas al revés ríe suicidándose en una mano invisible. No está bien ofender al tiempo, al viento. Ni a las anchas noches de luna cuando las alamedas tienen los ojos pesados de llanto y un mago celeste —el brujo de la tregua de los muertos— se acerca a la condenada irremisible y le pide perdón en nombre del mundo. Toda esta escena debe dar la impresión del infierno más puro. Pero una familia de golondrinas se desnuda en Mar del Plata. Se beben todo el mar. También yo beberé el mar. Cuando estalle el puente que corre entre mi deseo y mi palabra. Viento. Tiempo, mi sangre [tachado] de una luciérnaga que roe la distancia de la vida y la muerte. No quiero ser. Y la casa de mi sangre se desmorona —¡qué cosa!—. Cálida dulzura la del verano verde y su trémulo cortejo de golondrinas ahogadas. ¡Soy yo! ¡ Soy yo!

No llamar a dios. Aún cuando las flores desgarren mi pasado con su perfume a sueño frustrado. No invocarlo. Esta es la prueba suprema. Esto consiste en tenerse la sangre, apretarse los gritos, reventar en las propias venas, pero callar. Así te amaré, dijo la bruja escupiendo sus últimos dientes. ¿Por qué mágica lejanía luce en el pecho de la noche? ¿Qué corola de hierro se ha comprado mi flor? ¿Qué niño imbécil me encendió el fuego, quién transformó la vida en un vaso de agua inalcanzable? Y todo fluye como lava del infierno. Todo se hace cuerpo. La luz tiene piernas, la noche testículos, la luna brilla con sus muslos de gitana encinta.

Llorar, arrancar ríos de mis ojos. Secuestrar todas las lágrimas y guardármelas. Llorar, es necesario hundirse en un rincón y llorar muchos años.

Aunque yo corra en llanuras y mendigue amor de puerta en puerta ¿no llorarás para mí? No invocarlo, no invocarlo. Morderse los dientes, comerse la voz, pero callar, callar como las piedras cuando meditan en la muerte, callar como los árboles cuando se enferman de pájaros. Llorar, callar. He aquí el único posible. Porque no se acepta la vida. No se la acep-ta. Pero aquí no se acepta la vida. Oh, y cómo ruge la sangre, cómo se puebla de tigres este corazón viajero, cómo se sacude el polvo de mis ojos, cómo me bendice la ceniza. Y todo está. Y todo se reduce a un silencio.

El viento desgarra la noche. Tanto llanto, tanta ausencia, tanta desazón. Esto es la vida. (Ponerse la mano en el cuello. Se obtienen visiones extrañas.)

La pequeña organiza en su lecho de clavos. La fuente ha cesado de manar. La pared ruge prisiones. Extraño escribir aun cuando la única bebida posible es el mar. Un mar envenenado por la salina de peces enamorados. Calla, viento. Calla, noche. ¡Arder! ¡Arder en un milímetro de la noche! Ser eterna un segundo, existir un instante. Sentirse Dios.

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