Sábado 29 de Febrero de 1958

Conflictos sexuales. No vivo el sexo como un problema. Sólo advierto que soy una niña, no una mujer. No tengo conciencia del bien ni del mal. Lo mismo que entonces, cuando era muy niña y me excitaba pensando en Dios. Quisiera ser menos inocente.
Respiración como asfixia. Libertad, única libertad terrestre. Quiero el sol, el mar. Quiero lo imposible.

No puedo creer que esto es la vida. (Ella espera a la vida.) ¿Y el amor? El amor con espumas, con alas, ese amor como un arcoiris, como una música soñada por el viento, ¿dónde, Alejandra, el amor? ¿Dónde la vida, la verdadera vida?

El asunto fue así: los monstruos de madera bailaban la ronda del amor. Yo, en el centro, no podía salir. Gritaba: Ah vivre livre [sic] ou mourirl En esos instantes un pie gigantesco me trizaba y me convertía en una tortuga azul que exhalaba luces blancas. ¿Y para cuándo la vida? —preguntó una muchacha.

No hay duda. Estamos heridos. El signo de la carencia. Soy —somos— carencia.

Quisiera dormirme y no despertar jamás.

Aprender a desinteresarme. Algo llora dentro, hay algo que llora dentro aun cuando lo real sonría. Hay algo absolutamente huérfano, que llora, algo viejo y aún no nacido, anterior a la eternidad, posterior al juicio final.

He releído todo lo escrito hasta hoy. Me exaspera el abuso de las grandes palabras: vida, muerte, eternidad. Debiera resignarme, debiera aceptar, alabar. Si por lo menos tuviera un deseo —siquiera uno—posible de concretar. Pero ¿cómo apoderarme del sol? ¿cómo obligar al amor? ¿cómo [tachado]? ¿cómo colmar esta carencia de infinito? Nada es en mí, nada me interesa sino ver el mar, ser besada por el viento... ¡Oh sí! El viento y el mar como un cuchillo feroz devasta mi cordura. Yo no sé nada. Yo no quiero nada sino que no me asfixien, que no me peguen tanto. Todo sería muy sencillo sí yo pudiera creer en algo real, posible de obtener. ¿Debo pensar, entonces, que soy una nada? (Simone de Beauvoir y [tachado]: Quieren ser todo y por eso son nada.) Y aunque así fuese ¿qué me da a mí?

La noche. Es ella, detrás de los cristales. La infancia muerta esboza un saludo. La Madre Universal. Ella gime detrás de mi sangre. Disolverme en el humo de mi cigarrillo. (Si por lo menos fuera puta —dijo la muchacha.) Pienso en el mar. En sus olas fosforescentes. En mi miedo la noche aquella cuando los caballos silbaban en la alameda y dentro de mí un ser crecía hasta hacerme reventar de existencia. Y yo me dejaba seducir por las aguas. Las aguas rodeaban mi cuerpo desnudo. Y era en una noche carente de luna, enferma de nubes. Y fue una noche de banderas que aleteaban para festejar a la muchacha enamorada del mar. Y yo era inocente. Y el mundo fue en mi sangre.
Pero ¿qué?

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